Las voces del concreto: la Ciudad de México en la poesía mexicana


En la Ciudad de México hay por lo menos dos grandes avenidas que se vuelven referentes obligadas para quienes transitan a diario por ella: la avenida Reforma y la avenida de los Insurgentes. Como venas de asfalto, estas vialidades se encargan de apoyar el camino de quienes hacen de la ciudad su escenario de lucha, su centro de acopio, la tarima para ganarse el peso de cada día.

Al pensar esto, es común relacionar a la ciudad con un cuerpo, una gigante que extiende sus extremidades para abarcar lo más posible de los puntos cardinales. Al centro, el zócalo-corazón, origen urbano e histórico del escurridizo concepto de lo mexicano y punto de partida para la extensión de la actual Ciudad de México. Así pues, el cuerpo que en un principio era de venas y extremidades de agua, con el paso de los años, cambió los ríos por chapopote, concreto y varillas.

Es curioso pensar en la ciudad como un espacio, pero también como un personaje que es un reflejo de quienes la habitamos, algo que en la literatura ha tenido diversas voces. Desde la crónica con Salvador Novo y Carlos Monsiváis, hasta la novela con Carlos Fuentes y la poesía con autores como José Emilio Pacheco. Pero es precisamente la poesía la que, quizá, nos presenta un panorama más amplio y profundo de lo que la Ciudad de México significa para sus habitantes. 

A los ojos del poeta, la ciudad se convierte de un centro de esparcimiento en un ente vivo de su memoria, su presente y su porvenir. El poeta es testigo, pero también revela el silencioso mensaje del tiempo que atraviesa la urbe y la vuelve “novedad de hoy y ruina de pasado mañana”, como versa Octavio Paz. Por ello, aquí haremos un breve recorrido por algunas de las obras en la que la Ciudad de México aparece en la poesía mexicana como tema central del texto.

El alba de la ciudad y la poesía: Efraín Huerta y sus hombres del alba

Durante las primeras décadas del siglo XX, la literatura mexicana poco a poco comenzó a desprenderse de los temas de la Revolución para dar paso a tópicos más cosmopolitas, como la literatura europea de la época en voces de Los Contemporáneos (Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Salvador Novo, Carlos Pellicer, entre otros), lo que coincidió con la expansión e industrialización de la capital mexicana. 

Debido a este progreso, la ciudad llamó la atención de diversos poetas. Uno de los primeros fue el estridentista Manuel Maples Arce, quien como tal no incluyó a la Ciudad de México en su poesía, pero es evidente que la voz poética de textos como “Prisma” (1922) dejaban en claro sobre dónde se posaba la mirada del poeta:

La ciudad insurrecta de anuncios luminosos
flota en los almanaques,
y allá de tarde en tarde,
por la calle planchada se desangra un eléctrico.

El insomnio, lo mismo que una enredadera,
se abraza a los andamios sinoples del telégrafo,
y mientras que los ruidos descerrajan las puertas,
la noche ha enflaquecido lamiendo su recuerdo.

No fue sino hasta 1944 que Efraín Huerta publicaría Los hombres del alba, poemario que, además de presentar a la Ciudad de México como un gran espacio de admiración, también la mostró como un ente con vida que depende de sus propios habitantes: los hombres del alba. La tradición urbana de Huerta sentó las bases de lo que generaciones de poetas posteriores plasmarían constantemente y de manera vívida en sus textos: el paralelismo de amor y odio hacia la urbe mexicana.

“Declaración de odio” y “Declaración de amor” son los dos poemas que nos dejan ver de manera más clara la intención creadora de Huerta con la Ciudad de México. En su primera declaración, la voz poética se centra en mostrar un paralelismo entre el contraste de vida y color del mar con el rudimentario escenario de la ciudad:

Porque, ¡qué alto mar, sucio y maravilloso!
Hay olas como árboles difuntos,
hay una rara calma y una fresca dulzura,
hay horas grises, blancas y amarillas.
Y es el cielo del mar, alto cielo con vida
que nos entra en la sangre, dando luz y sustento
a lo que hubiera muerto en las traidoras calles,
en las habitaciones turbias de esta negra ciudad.
Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro,
ciudad de acero, sangre y apagado sudor.

Pero el reclamo pronto dota a la ciudad de unas características humanas que la acercan a una personificación con defectos y virtudes. Con esto, la voz poética rescata dicha imagen al reconocer a la sociedad marginada como un ente que reivindica a la metrópolis mexicana:

Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros,
la miseria y los homosexuales,
las prostitutas y la famosa melancolía de los poetas,
los rezos y las oraciones de los cristianos.
Sarcástica ciudad donde la cobardía y el cinismo son alimento diario
de los jovencitos alcahuetes de talles ondulantes,
de las mujeres asnas, de los hombres vacíos.

Ciudad negra o colérica o mansa o cruel,
o fastidiosa nada más: sencillamente tibia.
Pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven los días rojos y azules
de cuando el pueblo se organiza en columnas,
los días y las noches de los militantes comunistas,
los días y las noches de las huelgas victoriosas,
los crudos días en que los desocupados adiestran su rencor
agazapados en los jardines o en los quicios dolientes.

A pesar de los reclamos contra la ciudad, hacia el final del poema, la voz poética busca convencer al lector de la esperanza que aún envuelve a la urbe y a sus alrededores: los habitantes, los trabajadores, los revolucionarios, los hombres del alba:

Así hemos visto limpias decisiones que saltan
paralizando el ruido mediocre de las calles,
puliendo caracteres, dando voces de alerta,
de esperanza y progreso.
Son rosas o geranios, claveles o palomas,
saludos de victoria y puños retadores.

Son las voces, los brazos y los pies decisivos,
y los rostros perfectos, y los ojos de fuego,
y la táctica en vilo de quienes hoy te odian
para amarte mañana cuando el alba sea alba
y no chorro de insultos, y no río de fatigas,
y no una puerta falsa para huir de rodillas.

Por otro lado, en su declaración de amor, el poeta no duda en personificar a la ciudad al hablar de sus “ojos de tezontle y granito” o de su “corazón de piedra y aire”, lo que conlleva a una visión conciliadora y hasta maternal de la ciudad:

Pero si el viento norte una mañana,
una mañana larga, una selva,
nos entregara el corazón deshecho
del alba verdadera, ¿imaginas, ciudad,
el dolor de las manos y el grito brusco, inmenso,
de una tierra sin vida?
Porque yo creo que el corazón del alba
en un millón de flores,
el correr de la sangre
o tu cuerpo, ciudad, sin huesos ni miseria.

Asimismo, la misma voz poética responde a la declaración de odio:

Los hombres que te odian no comprenden
cómo eres pura, amplia,
rojiza, cariñosa, ciudad mía;

Así, el poema termina englobando todas las partes de la ciudad como un cuerpo que envuelve y cuida a sus habitantes:

Mi gran ciudad de México:
el fondo de tu sexo es un criadero
de claras fortalezas,
tu invierno es un engaño
de alfileres y leche,
tus chimeneas enormes
dedos llorando niebla,
tus jardines axilas la única verdad,
[…]
¡tus rincones con llanto
son las marcas de odio y de saliva
carcomiendo tu pecho de dulzura!

Probablemente Efraín Huerta no imaginó la colosidad que tendría la Ciudad de México en 2022. Sin embargo, lo que sí es seguro, aún en nuestros días, es la manera en que imaginó al espacio citadino como un punto de encuentro de las personas de a pie, aquellas que dan significado al caer el alba.

El tiempo y su acomodo: la visión citadina de José Emilio Pacheco

De entre las tantas vertientes que tiene la poesía de José Emilio Pacheco, podemos ubicar una gran parte dedicada al tiempo. Dentro de ella, la Ciudad de México se ubica como un espacio que alberga no sólo historia, sino la consciencia de sus habitantes desde hace siglos, tal como lo podemos apreciar en su poema “Vecindades del centro”: 

Y los zaguanes huelen a humedad.
Puertas desvencijadas
miran al patio en ruinas. Los muros
relatan sus historias indescifrables.
Los peldaños de cantera se yerguen
gastados a tal punto que un paso más
podría ser el derrumbe.

Entre la cal, bajo el salitre, el tezontle.
Con este fuego congelado se hizo
una ciudad que a su modo inerte
es también un producto de los volcanes.

No hay chispas de herradura que enciendan
las baldosas ya cóncavas. Por dondequiera
autos, manchas de aceite.

En el siglo XVIII fue un palacio esta casa.
Hoy aposenta
a unas quince familias pobres,
una tienda de ropa, una imprentita,
un taller que restaura santos.

Flota un olor a sopa de pasta.
Las ruinas no son ruinas, el deterioro
es sólo de la piedra inconsolable.
La gente llega, vive, sufre, se muere.
Vienen los otros a ocupar su sitio
y la casa arruinada sigue viviendo.

Al inicio, la voz poética nos ubica en un presente donde el espacio es una vecindad deteriorada por el paso del tiempo, cuya resistencia disminuye a cada instante. Ante ello, la misma voz poética advierte, a manera de presagio, que en cualquier momento ese espacio que hoy es habitado mañana puede derrumbarse debido a su fragilidad.

De igual manera, es la propia voz poética la que señala la búsqueda de identidad de los espacios al mencionar al tezontle como material base para la construcción de la ciudad, además de referirse también a la urbe como “producto de los volcanes”.

La idea de permanencia cierra el poema al enunciar el destino de la piedra y el espacio como únicos testigos de los siglos venideros y de la impermanencia de la vida humana, pues los habitantes de hoy son igual de efímeros y sustituibles que los del ayer.

Si bien es cierto que la idea del tiempo predomina en “Vecindades del centro”, es interesante observar la importancia que José Emilio Pacheco da a los materiales como base de los espacios y, por consecuencia, de la memoria, algo que puede verse también en su poema “Malpaís”: 

[…]

Ésta fue la ciudad de las montañas.
Desde cualquier esquina se veían las montañas.
Tan visibles se hallaban que era muy raro
fijarse en ellas.

Sólo nos dimos cuenta de que existían las montañas
cuando el polvo del lago muerto,
los desechos fabriles, la ponzoña
de incesantes millones de vehículos
y la mierda arrojada a la intemperie
por muchos más millones de excluidos,
bajaron el telón irrespirable
y ya no hubo montañas. Pocas veces
se deja contemplar —azul, inmenso— el Ajusco.
Aún reina sobre el valle pero lo están acabando
entre fraccionamientos, taladores y, lo que es peor, incendiarios.
Lo creímos invulnerable. Despreciamos
nuestros poderes destructivos.

Cuando no quede un árbol,
cuando ya todo sea asfalto y asfixia
o malpaís, terreno pedregoso sin vida,
ésta será de nuevo la capital de la muerte.

La visión de este poema recuerda a la declaración de odio de Efraín Huerta ante la Ciudad de México. No obstante, José Emilio Pacheco retrata a la ciudad no como un mal que llega a reivindicarse en lo anónimo, sino como un parásito que corroe los espacios naturales con los que se convivía desde el inicio de su asentamiento. De ahí la importancia de enunciar los peligros que libra la naturaleza: “fraccionamientos, taladores e incendiarios”.

Gracias a uno de los epígrafes que acompañan este poema, podemos saber que “malpaís” es un mexicanismo que se refiere a un terreno árido y desértico donde la vegetación no logra desarrollarse y comúnmente está cubierto de lava. Es justo hacia esta visión a la que el poeta apunta para advertir las consecuencias del porvenir y recordarnos cómo los espacios condicionan el accionar de sus habitantes.

La ciudad como un cosmos: Octavio Paz y su visión citadina

Para 1987, Octavio Paz era ya conocido como uno de los mayores intelectuales del país, además que su labor como poeta serviría de inspiración para futuras generaciones de escritoras y escritores. Por ello, no debe resultar extraño que en su vasta obra poética encontremos a la Ciudad de México plasmada en más de un texto.

Para Paz, el diálogo con la ciudad es un puente para el descubrimiento y el entendimiento de la misma, tal como lo podemos ver en poemas bases para este tema como “Entrada en materia” y “El mismo tiempo”, cuyas temáticas son retomadas en “Nocturno de San Ildefonso” donde el poeta aprovecha el espacio citadino para expresarse y describirse.

Sin embargo, es en “Hablo de la ciudad” donde el poeta y su voz poética ponen a la Ciudad de México en el centro de la mirada y del origen, de lo que nos conforma y nos construye día a día como habitantes en constante transformación:

novedad de hoy y ruina de pasado mañana, enterrada y resucitada cada día,
convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, teatros, bares, hoteles, palomares, catacumbas,
la ciudad enorme que cabe en un cuarto de tres metros cuadrados inacabable como una galaxia,
    la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos,
    la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos,

A través de un frenesí narrativo, Paz nos adentra en las calles y sus materiales, nos hace partícipes de los oficios diarios y de la dinámica de una ciudad cambiante:

   hablo de la ciudad construida por los muertos, habitada por sus tercos fantasmas, regida por su despótica memoria,
    la ciudad con la que hablo cuando no hablo con nadie y que ahora me dicta estas palabras insomnes,
    hablo de las torres, los puentes, los subterráneos, los hangares, maravillas y desastres,
    El estado abstracto y sus policías concretos, sus pedagogos, sus carceleros, sus predicadores,
[…]
los mercados y sus pirámides de frutos, rotación de las cuatro estaciones, las reses en canal colgando de los garfios, las colinas de especias y las torres de frascos y conservas,
    todos los sabores y los colores, todos los olores y todas las materias, la marea de las voces —agua, metal, madera, barro—, el trajín, el regateo y el trapicheo desde el comienzo de los días,
    hablo de los edificios de cantería y de mármol, de cemento, vidrio, hierro, del gentío en los vestíbulos y portales, de los elevadores que suben y bajan como el mercurio en los termómetros,
    de los bancos y sus consejos de administración, de las fábricas y sus gerentes, de los obreros y sus máquinas incestuosas

De esta manera, la voz poética cierra su sentencia con la aglomeración del tiempo donde todos los destinos comparten el mismo fin: el olvido.

hablo de la selva de piedra, el desierto del profeta, el hormiguero de almas, la congregación de tribus, la casa de los espejos, el laberinto de ecos,
    hablo del gran rumor que viene del fondo de los tiempos, murmullo incoherente de naciones que se juntan o dispersan, rodar de multitudes y sus armas como peñascos que se despeñan, sordo sonar de huesos cayendo en el hoyo de la historia,
    hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos engendra y nos devora, nos inventa y nos olvida.

Principio y fin se conjuntan en este poema de Octavio Paz. Así, la poesía, la ciudad y el espacio se convierten en un cosmos que se desenvuelve por medio del acto poético, lo que atrapa nuestra mirada y la fija justo al centro de ese “hormiguero de almas” conocido como Ciudad de México. 

Una ciudad sin salida: la poesía de Claudina Domingo

Para cerrar este breve recorrido de la Ciudad de México en la poesía mexicana, quisiera nombrar a la poeta Claudina Domingo (1982), ganadora del Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer con su poemario Tránsito (2012). En dicho poemario, la autora nos presenta distintas facetas de la capital mexicana: desde “la ciudad monstruo” como la denomina María Ema Llorente, hasta el escenario ideal para una cartografía personal. 

En “Sin destino fijo”, la poeta mexicana nos invita como lectores a realizar un recorrido de ida y vuelta por la línea 4 del metro. Tal como su nombre lo indica, la intención del poema no es dar atención al traslado, sino a todo lo que envuelve: los ambientes, los espacios, los sonidos: 

(Santa Anita) vías que se doblan      (vericuetos) aviesas intenciones      se acercan o se alejan      vías (finalmente)      ojalá me llevaran para no regresar          un sólo sentido (la claudicación)        una verdad siniestra      “ninguna lo es” (quiere decir el ángel)       pero se detiene (mi corazón le avienta un puñado de piedras)      casi como una camioneta llena de hortalizas sobre un niño y su pelota 

[…]

(Fray Servando)      los puentes sucumbirán antes de lo previsto (sobre su espalda obligatoria) ajetreo de cajas (flores)       un caballito de palo entre el gentío      (su cabeza de trapo) el trofeo de un cazador de promesas      ya no hace calor (noviembre es un mes aéreo)      elevado (sobre rieles) encapsulado en naranja 

Al llegar a la última estación (Martín Carrera), la voz poética se detiene un momento para reflexionar sobre su travesía, prepararse para el regreso y aliviar su pesar con el alba de la ciudad:

(Martín Carrera) venir a dar a un lugar tan inhóspito       (sin dios sin infierno)      pura podredumbre de fábrica 

(diré) “ha pasado mucho tiempo” (también entonces me enseñó su tesoro de cristal)        (entonces dije) “de lo que decida hoy dependerá mi destino”         con ingenuidad maldita apuntalé una tarde en el territorio       (una ciudad lo sabe)       (me ofrece siempre) el mismo atardecer sobre estas vías 

(regresar) es un decir      desde aquí (tan lejos) el sur (clausurados su verdor y sus doseles de lava)    pero regresar es una deslumbrante palabra (y una noción reconfortante) (Talismán) 

no deben llorar (los condenados) tras el crepúsculo aún queda lumbre       la suficiente como para prender un cigarrillo (si se cree que de las cenizas regresará el Fénix) (Bondojito)

Este recorrido por un vasto sector de la Ciudad de México genera la idea de un bucle infinito del que la voz poética no es capaz de salir y cuyo consuelo es la aceptación de un destino marcado por un eterno ir y venir a través de la misma prisión de concreto:

(un helicóptero lleva tres estaciones haciendo la ronda)       círculos sobre la prisión perfecta horarios amante angustia comida ¿reposo?      (Fray Servando)         ¿por qué huir? ¿a dónde? ni siquiera es seguro que haya algo más que nostalgia (más allá del esmog)

Claudina Domingo no mira a la ciudad como una colección de luces y parafernalias. Más bien la observa como una prisión cuyo escape no asegura un final feliz.

La Ciudad de México ha sido uno de los tópicos más recurrentes en la poesía mexicana, pues las y los poetas de diferentes generaciones han encontrado en la metrópolis su lugar de esparcimiento, de reflexión y de contacto con el mundo y su realidad. 

Tras la mirada de la poesía, la ciudad se transforma: no es sólo el gran triunfo de la modernidad, también es la ciudad-prisión, la ciudad-monstruo, la ciudad-persona o la ciudad-memoria. Una mirada que sólo la literatura puede presentarnos como el más temible de los secretos escondido al ojo popular, pero para quienes, al final del día, viven y respiran la ciudad se convierte en un escaparate para la conservación de los espacios y en un testigo para no olvidar quienes somos y sobre dónde estamos parados.

Referencias

Maples Arce, Manuel. Andamios interiores: poemas radiofónicos. México: Alias, 2020.

Huerta, Efraín. Poesía Completa. México: FCE, 2014.

Pacheco, José Emilio. Tarde o temprano. México: FCE, 2008.

Paz, Octavio. Árbol adentro. México: Seix Barral, 1987.

Llorente, María Ema. “La Ciudad de México en la poesía mexicana del siglo XXI. Figuraciones poéticas del espacio urbano”, 2018. Consultado el 20 de agosto del 2022 en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6546538 

Domingo, Claudina. Tránsito. México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011.

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