5 poemas de Rubén Darío

Al hablar de Rubén Darío estamos obligados a mencionar su importancia para la literatura hispánica. El llamado Príncipe de las letras castellanas marcó un antes y un después en las letras de este continente, pues gracias a su trabajo y a la publicación en 1888 de su poemario Azul comenzó el modernismo. En sus poemas, Rubén Darío rescata algunos temas del romanticismo, como la introspección y sentimientos hacia el arte y la creación, y los hace coexistir con rasgos de la poesía simbolista y parnaseísta francesa, en la que se concede mayor importancia a la forma poética que al sentimiento.

Es así como la poesía de Rubén Darío busca exaltar sus propias vivencias y espacios para dar testigo de su propia voz a través de sus poemas, pero también busca un refinamiento del lenguaje a nivel fonético y formal, lo que claramente podemos apreciar en su versificación y rimas. Hacer una selección breve de poemas de Rubén Darío es una tarea por demás complicada, ya que su numerosa obra contiene grandes ejemplos de lo que podríamos considerar un canon estético del modernismo y del propio autor. No obstante, aquí te compartimos 5 poemas que nos ayudarán a introducirnos a la poética de Rubén Darío:

Lo fatal

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…

 

Melancolía

Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de sueño y loco de armonía.

Ése es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;
a veces me parece que el camino es muy largo,
y a veces que es muy corto…

Y en este titubeo de aliento y agonía,
cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?

 

Sonatina

La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y vestido de rojo piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.

¿Piensa, acaso, en el príncipe de Golconda o de China,
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las islas de las rosas fragantes,
o en el que es soberano de los claros diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar;
ir al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar a los lirios con los versos de mayo
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,
ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte,
los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus tules,
en la jaula de mármol del palacio real;
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien alabardas,
un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
(La princesa está triste. La princesa está pálida.)
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe,
(La princesa está pálida. La princesa está triste.)
más brillante que el alba, más hermoso que abril!

-«Calla, calla, princesa -dice el hada madrina-;
en caballo, con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con un beso de amor».

 

A Juan Ramón Jiménez

¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza
para empezar, valiente, la divina pelea?
¿Has visto si resiste el metal de tu idea
la furia del mandoble y el peso de la maza?

¿Te sientes con la sangre de la celeste raza
que vida con los números pitagóricos crea?
¿Y, como el fuerte Herakles al león de Nemea,
a los sangrientos tigres del mal darías caza?

¿Te enternece el azul de una noche tranquila?
¿Escuchas pensativo el sonar de la esquila
cuando el Angelus dice el alma de la tarde?…

¿Tu corazón las voces ocultas interpreta?
Sigue, entonces, tu rumbo de amor. Eres poeta.
La belleza te cubra de luz y Dios te guarde.


A un poeta

Nada más triste que un titán que llora,
hombre-montaña encadenado a un lirio,
que gime fuerte, que pujante implora:
víctima propia en su fatal martirio.

Hércules loco que a los pies de Onfalia
la clava deja y el luchar rehúsa,
héroe que calza femenil sandalia,
vate que olvida a la vibrante musa.

¡Quién desquijara los robustos leones,
hilando esclavo con la débil rueca;
sin labor, sin empuje, sin acciones;
puños de fierro y áspera muñeca!

No es tal poeta para hollar alfombras
por donde triunfan femeniles danzas:
que vibre rayos para herir las sombras,
que escriba versos que parezcan lanzas.

Relampagueando la soberbia estrofa,
su surco deje de esplendente lumbre,
y el pantano de escándalo y de mofa
que no lo vea el águila en su cumbre.

Bravo soldado con su casco de oro
lance el dardo que quema y que desgarra,
que embiste rudo como embiste el toro,
que clave firme, como el león, la garra.

Cante valiente y al cantar trabaje;
que ofrezca robles si se juzga monte;
que su idea, en el mal rompa y desgaje
como en la selva virgen el bisonte.

Que lo que diga la inspirada boca
suene en el pueblo con palabra extraña;
ruido de oleaje al azotar la roca,
voz de caverna y soplo de montaña.

Deje Sansón de Dalila el regazo:
Dalila engaña y corta los cabellos.
no pierda el fuerte el rayo de su brazo
por ser esclavo de unos ojos bellos.

Rubén Darío fue un poeta que aprendió a vivir con el peso de las tragedias, como la muerte de sus hijos, para lograr que su voz poética fuera en busca de la belleza en sus poemas de vida y esperanza. Sobre esto, Efraín Bartolomé menciona:

“Sólo los verdaderos poetas producen con sus versos la reacción fisiológica que hace erizarse los pelos de la barba. Muy pocos, entre ellos, pueden lograrlo tantas veces como Rubén Darío”.

Leer la poesía de Rubén Darío es un viaje interno para reencontrarnos con los sentimientos que alguna vez creímos perdidos, como una oportunidad para ir detrás de esa belleza que, deseada o renegada, todos necesitamos en algún punto. A más de 100 años de su fallecimiento, su obra parece renovarse con cada leída y comentario. Como bien lo apuntó José Emilio Pacheco, el legado de Darío no es sólo su obra, sino también las que ha inspirado desde entonces:

“Si Darío no hubiera sido Darío, tampoco existirían las grandes novelas y los grandes cuentos hispanoamericanos de hoy. El éxito novelístico de Darío está en los libros de sus sucesores. Aquí también es irremplazable y cada vez más valioso”.

Así pues, para adentrarnos y entender la literatura hispanoamericana contemporánea y la que está por venir, es indispensable hacer una parada obligada en la obra de Rubén Darío.

 

Referencias

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