Carlos Pellicer: de la fe a la voz poética

Gran poeta, Pellicer nos enseñó a mirar el mundo con otros ojos y al hacerlo modificó la poesía mexicana.

Octavio Paz

A Carlos Pellicer se le conoce por ser un hombre de confianza para José Vasconcelos. También por su labor como museógrafo y militante de causas complejas. Pero, sobre todo, a don Carlos Pellicer se le conoce, y muy bien, por ser poeta.

Sería difícil hablar de un poeta que no estuviera comprometido con su realidad, pues pareciera que la misma naturaleza del oficio le demanda mirar su entorno con otros ojos y redefinirlo. Para el caso, Carlos Pellicer fue ese tipo de autor, quien en su poesía no sólo resalta la viveza del mundo, sino también exalta el espíritu.

Dentro de la larga obra poética de Pellicer podemos encontrar estructuras cambiantes, pero una constante idea de mirar la realidad como si fuera la primera vez. Esto lo deja en claro el propio poeta desde su primer poemario: Colores en el mar y otros poemas (1915-1920).

En el prólogo, un joven Pellicer se sincera con el lector y admite que la ingenuidad y la sinceridad con que escribe sus primeros poemas se justifica por el “fuerte ánimo del color” que desfilan por sus páginas. Es justamente esta característica la que años más tarde Octavio Paz tomaría en cuenta para hablar de la poesía de Pellicer:

Si López Velarde y Tablada inician nuestra poesía contemporánea, Carlos Pellicer es el primer poeta realmente moderno que se da en México. […] Cuando muchos de los “Contemporáneos” exploraban los desiertos de la conciencia, Pellicer redescubrió la hermosura del mundo: el sol que arde sobre los ríos vegetales del trópico, el mar que a cada instante llega por primera vez a la playa. Sus palabras quieren reordenar la creación. Y en ese “trópico entrañable” los elementos se concilian: la tierra, el aire, el agua, el fuego le permiten mirar “en carne viva la belleza de Dios”.[1]

Así pues, podemos decir que con la poesía de Pellicer inicia una mirada nueva a los elementos fundamentales que conforman la belleza en las letras mexicanas, algo que puede apreciarse desde uno de sus primeros poemas titulado “En medio de la dicha de mi vida”.

En medio de la dicha de mi vida
deténgome a decir que el mundo es bueno
por la divina sangre de la herida.

Loemos al Señor que hizo en un trueno
el diamante de amor de la alegría
para todo el que es fuerte y es sereno.

El corazón al corazón se fía
si el alma cual las águilas natales
estrangula serpientes en la vía.

Gloriosa palma la que de los males
del huracán se libre porque eleve
la fruta con sus aguas tropicales.

El corazón al corazón se fía
lo mismo en esas palmas que en el breve
corazón de la perla más sombría.

Porque la flor más alta dance y ría,
el viento entre los árboles se mueve.

Mi corazón, Señor, como el poema,
sube la escalinata de la vida
y te da su pasión como una gema.

Por la divina sangre de la herida,
es fuerte y es sencillo y cancionero.
Filas de oro pusiste a su ola henchida.

El amor, que en el caos fue primero,
lo lanzó sobre la órbita más pura
y así cumple su ciclo, dulce y fiero.

Órbita la mejor porque es ternura
esquilmada a la oveja del pastor
que en diciembre hace eterna su ventura.

Izaré las banderas del amor
lo mismo en esta magna venturanza
que en palacio en ruinas del dolor.

Danzaré alegremente, y en la danza
anillaré las espirales nobles
con que subo hasta ti viva alabanza.

Sembrar mi vida de cordiales robles
—hóspitas curvas para el peregrino—,
y en junio darte mis cosechas, dobles.

Ser bueno como el agua del camino
que la herida refleja y que la alivia.
Ser dichoso, Señor, no es ser divino

pero ser bueno, sí. Por eso, entibia
la nieve, y que sea lago. La infinita
palabra del amor, arda y convivía

en mi ser, y se dé la estalactita
de la obediencia a ti. Toma mi frente,
y cíñela Señor con la infinita
corona del amor.

En este poema, Carlos Pellicer reconoce la importancia de la moral cristiana en el mundo al mencionar que “el mundo es bueno por la divina sangre de la herida”, lo que nos remite al sacrificio de Jesús. Asimismo, esta idea se refuerza cuando la voz poética menciona: “el diamante de amor de la alegría para todo el que es fuerte y es sereno”, para referirse a la vida mesurada, digna y libre de pecado.

Esto es suficiente preámbulo para que la voz poética comience a resaltar los espacios naturales: el mar, las montañas, los bosques y los animales; no sin antes reconocer su ofrenda a Dios: “Mi corazón, Señor, como el poema, sube la escalinata de la vida y te da su pasión como una gema.”

Así, Carlos Pellicer pone a la palabra poética al servicio de la creación y la desvelación de la belleza. Esta idea la retoma en un poema posterior escrito en sus días por Sudamérica:

Recuerdos de Iza (un pueblecito de los Andes)

1 Creeríase que la población, después de recorrer el valle, perdió la razón y se trazó una sola calle.

2 Y así bajo la cordillera se apostó febrilmente como la primavera.

3 En sus ventas el alcohol está mezclado con sol.

4 Sus mujeres y sus flores hablan el dialecto de los colores.

5 Y el riachuelo que corre como un caballo, arrastra las gallinas en febrero y en mayo.

6 Pasan por la acera lo mismo el cura, que la vaca y que la luz postrera.

7 Aquí no suceden cosas de mayor trascendencia que las rosas.

8 Como amenaza lluvia, se ha vuelto morena la tarde que era rubia.

9 Parece que la brisa estrena un perfume y un nuevo giro.

10 Un cantar me despliega una sonrisa y me hunde un suspiro.

La aparente tranquilidad de Iza inspira al poeta para crear, ya que es el mismo origen de lo natural lo que reconoce como trascendental: “Aquí no suceden cosas de mayor trascendencia que las rosas.”

Ese compromiso de Carlos Pellicer con su religión y sensibilidad continuó a lo largo de su obra. Sin embargo, el mismo poeta se da cuenta de su crecimiento y lleva su filosofía a otro nivel al renunciar a su individualidad y verse como una parte más del entorno:

He olvidado mi nombre

He olvidado mi nombre.
Todo será posible menos llamarse Carlos.
¿Y dónde habrá quedado?
¿En manos de qué algo habrá quedado?
Estoy entre la noche desnudo como un baño
listo y que nadie usa por no ser el primero
en revolver el mármol de un agua tan estricta
que fuera uno a parar en estatua de aseo.

Al olvidar mi nombre siento comodidades
de lluvia en un paraje donde nunca ha llovido.
Una presencia lluvia con paisaje
y un profundo entonar el olvido.

¿Qué hará mi nombre
en dónde habrá quedado?

Siento que un territorio parecido a Tabasco
me lleva entre sus ríos inaugurando bosques,
unos bosques tan jóvenes que da pena escucharlos
deletreando los nombres de los pájaros.

Son ríos que se bañan cuando lo anochecido
de todas las palabras siembra la confusión
y la desnudez del sueño está dormida
sobre los nombres íntimos de lo que fue una flor.

Y yo sin nombre y solo con mi cuerpo sin nombre
llamándole amarillo al azul y amarillo
a lo que nunca puede jamás ser amarillo;
feliz, desconocido de todos los colores.

¿A qué fruto sin árbol le habré dado mi nombre
con este olvido lívido de tan feliz memoria?
En el Tabasco nuevo de un jaguar despertado
por los antiguos pájaros que enseñaron al día
a ponerse la voz igual que una sortija
de frente y de canto.

Jaguar que está en Tabasco y estrena desnudez
y se queda mirando los trajes de la selva,
con una gran penumbra de pereza y desdén.

Por nacer en Tabasco cubro de cercanías
húmedas y vitales el olvido a mi nombre
y otra vez terrenal y nuevo paraíso
mi cuerpo bien herido toda mi sangre corre.

Correr y ya sin nombre y estrenando hojarasca
de siglos.
Correr feliz, feliz de no reconocerse
al invadir las islas de un viaje arena y tibio.
He perdido mi nombre.
¿En qué jirón de bosque habrá quedado?

¿Qué corazón del río lo tendrá como un pez,
sano y salvo?

Me matarán de hambre la aurora y el crepúsculo.
Un pan caliente —el Sol— me dará al mediodía.
Yo era siete y setenta y ahora sólo uno,
uno que vale uno de cerca y lejanía.

El bien bañado río todo desnudo y fuerte,
sin nombre de colores ni de cantos.
Defendido del Solo con la hoja de toh.
Todo será posible menos llamarme Carlos.

Resulta fácil darnos cuenta que la fe cristiana es un tema siempre presente en la obra de Carlos Pellicer. Es gracias a esta constante que el poeta marcó un cambio en la poesía modernista de México y dirigió la mirada a volver a reconsiderar los primeros nacimientos de la naturaleza. La fe se compara con la pasión poética de Pellicer, quien en la creación de la palabra encontró un manantial inagotable.

[1] Paz, O. Poesía en movimiento, Siglo XXI, México, D.F., 1966, pág. 365.

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