Efraín Huerta: peatón y poeta

 

Dentro de la tradición de la poesía mexicana, el nombre de Efraín Huerta destaca como uno de los autores que buscó dar otro sentido y utilidad al poema. Por ejemplo, en sus primeros textos, buscó usar el poema como un recurso tangible y sonoro de expresión para las personas comunes y, más adelante, conformó una amalgama de fugacidad, irreverencia, sabiduría y comicidad moderna para crear un nuevo y único género dentro de la poesía: los poemínimos.

El caso de Huerta resulta curioso, ya que, según Vicente Quirarte, a Efraín se le reconoce sólo por su nombre de pila: es “Efraín” a secas para los colegas, cuates y lectores, algo que pocos autores consiguen en vida, como José Emilio (Pacheco). Y es que la cercanía de las letras de Efraín Huerta puede deberse al compromiso real que tuvo con la Ciudad de México, sus paisajes y, sobre todo, con sus habitantes. Además, sus poemínimos fueron el claro ejemplo de que la poesía también puede ser un chispazo de ingenio para divertir y reflexionar mediante la lengua y sus infinitos juegos.

Si bien la obra de Efraín Huerta deambula entre diversos géneros y temáticas, son los poemas de Los hombres del alba los que podrían esclarecer una parte de la cercanía que generaciones de lectores han sentido hacia  “el Gran Cocodrilo”. En este poemario el autor ofrece una visión más amplia de la Ciudad de México como personaje y de sus mismos habitantes que la conforman y llenan de vida.

En los poemas de Huerta, la voz lanza dos declaraciones simples, pero contundentes: “Declaración de amor” y “Declaración de odio”, las cuales, como su nombre lo indica, transforman y muestran los pormenores por los que la Ciudad de México (antes D.F.) puede admirarse y aborrecerse. Esta relación de amor/odio transforma al espacio en un elemento vivo, el cual, a su vez, se conforma de los seres reptantes, oprimidos, imperfectos y silenciosos que reconoce como los propios “hombres del alba”.

Por ejemplo, en su “Declaración de odio”, Huerta comienza el poema con el contraste entre el espacio del mar con el de la ciudad bajo el argumento de que la tranquilidad del cielo no está corrompida por ningún fragmento citadino.

Porque, ¡qué alto mar, sucio y maravilloso!
Hay olas como árboles difuntos,
hay una rara calma y una fresca dulzura,
hay horas grises, blancas y amarillas.
Y es el cielo del mar, alto cielo con vida
que nos entra en la sangre, dando luz y sustento
a lo que hubiera muerto en las traidoras calles,
en las habitaciones turbias de esta negra ciudad.
Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro,
de acero, sangre y apagado sudor.

La comparativa de colores y espacios es evidente. Mientras que para la voz poética el mar posee “horas grises, blancas y amarillas”, la “ciudad negra” tiene “habitaciones turbias”, lo que deja en claro la intención de Efraín Huerta de marcar el espacio de degradación de la ciudad. Por ello, en estrofas siguientes posiciona el espacio urbano como el hogar de las carencias y de personajes marginados:

Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros,
la miseria y los homosexuales,
las prostitutas y la famosa melancolía de los poetas,
los rezos y las oraciones de los cristianos.
Sarcástica ciudad donde la cobardía y el cinismo son alimento
diario
de los jovencitos alcahuates de talles ondulantes,
de las mujeres asnas, de los hombres vacíos.

Con esto, el poeta marca el camino para lanzar su sentencia de odio definitiva:

Ciudad tan complicada, hervidero de envidias,
criadero de virtudes deshechas al cabo de una hora,
páramo sofocante, nido blando en que somos
como palabra ardiente desoída,
superficie en que vamos como un tránsito oscuro,
desierto en que latimos y respiramos vicios,
ancho bosque regado por dolorosas y punzantes lágrimas,
lágrimas de desprecio, lágrimas insultantes.

 Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad.
A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,
a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,
a tus juventudes ice cream rellenas de basura,
a tus desenfrenados maricones que devastan
las escuelas, la plaza Garibaldi,
la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán.

Resulta curioso comprobar que el odio de la voz poética se acrecienta al hablar de los elementos extranjeros y burgueses, casi al estilo de intrusos dentro de la Ciudad de México. Asimismo, el poema sigue en esta línea y culmina mencionando que estos odiosos defectos se borrarán al llegar el alba, el verdadero momento para amar a la ciudad:

Son las voces, los brazos y los pies decisivos,
y los rostros perfectos, y los ojos de fuego,
y la táctica en vilo de quienes hoy te odian
para amarte mañana cuando el alba sea alba
y no chorro de insultos, y no río de fatigas,
y no una puerta falsa para huir de rodillas.

Por otro lado, del lado amoroso a la ciudad, Efraín Huerta comienza su “Declaración de amor” como una antítesis a su poema anterior, incluso, rescata las imágenes de la neblina, la oscuridad, el tezontle y el granito y las dota de un sentido más apegado a la compasión:

Ciudad que llevas dentro
mi corazón, mi pena,
la desgracia verdosa
de los hombres del alba,
mil voces descompuestas
por el frío y el hambre.

Ciudad que lloras, mía,
maternal, dolorosa,
bella como camelia
y triste como lágrima,
mírame con tus ojos
de tezontle y granito,
caminar por tus calles
como sombra o neblina.

Soy el llanto invisible
de millares de hombres.
Soy la ronca miseria,
la gris melancolía,
el fastidio hecho carne.
Yo soy mi corazón desamparado y negro.

Ciudad, invernadero,
gruta despedazada.

Con esto, el poeta dota a la Ciudad de México de un cuerpo que describe y admira:

Mi gran ciudad de México:
el fondo de tu sexo es un criadero
de claras fortalezas,
tu invierno es un engaño
de alfileres y leche,
tus chimeneas enormes
dedos llorando niebla,
tus jardines axilas la única verdad,
tus estaciones campos
de toros acerados,
tus calles cauces duros
para pies varoniles,
tus templos viejos frutos
alimento de ancianas,
tus horas como gritos
de monstruos invisibles,
¡tus rincones con llanto
son las marcas de odio y de saliva
carcomiendo tu pecho de dulzura!

Pero si la Ciudad de México es un ente absoluto y que no se detiene es gracias a los hombres del alba, a los trabajadores y marginados que habitan y hacen suya la ciudad con todo y sus vacíos.

Y después, aquí, en el oscuro seno del río más oscuro,
en lo más hondo y verde de la vieja ciudad,
estos hombres tatuados: ojos como diamantes,
bruscas bocas de odio más insomnio,
algunas rosas o azucenas en las manos
y una desesperante ráfaga de sudor.

Son los que tienen en vez de corazón
un perro enloquecido
o una simple manzana luminosa
o un frasco con saliva y alcohol
o el murmullo de la una de la mañana
o un corazón como cualquiera otro.

Son los hombres del alba.
Los bandidos con la barba crecida
y el bendito cinismo endurecido,
los asesinos cautelosos
con la ferocidad sobre los hombros,
los maricas con fiebre en las orejas
y en los blandos riñones,
los violadores,
los profesionales del desprecio,
los del aguardiente en las arterias,
los que gritan, aúllan como lobos
con las patas heladas.
Los hombres más abandonados,
más locos, más valientes:
los más puros.

Ellos están caídos de sueño y esperanzas,
con los ojos en alto, la piel gris
y un eterno sollozo en la garganta.
Pero hablan. Al fin la noche es una misma
siempre, y siempre fugitiva:
es un dulce tormento, un consuelo sencillo,
una negra sonrisa de alegría,
un modo diferente de conspirar,
una corriente tibia temerosa
de conocer la vida un poco envenenada.

Ellos hablan del día. Del día,
que no les pertenece, en que no se pertenecen,
en que son más esclavos; del día,
en que no hay más camino
que un prolongado silencio
o una definitiva rebelión.

Pero yo sé que tienen miedo del alba.
Sé que aman la noche y sus lecciones escalofriantes.
Sé de la lluvia nocturna cayendo
como sobre cadáveres.
Sé que ellos construyen con sus huesos
un sereno monumento a la angustia.
Ellos y yo sabemos estas cosas:
que la gemidora metralla nocturna,
después de alborotar brazos y muertes,
después de oficiar apasionadamente
como madre del miedo,
se resuelve en rumor,
en penetrante ruido,
en cosa helada y acariciante,
en poderoso árbol con espinas plateadas,
en reseca alambrada:
en alba. En alba
con eficacia de pecho desafiante.

Entonces un dolor desnudo y terso
aparece en el mundo.
Y los hombres son pedazos de alba,
son tigres en guardia,
son pájaros entre hebras de plata,
son escombros de voces.
Y el alba negrera se mete en todas partes:
en las raíces torturadas,
en las botellas estallantes de rabia,
en las orejas amoratadas,
en el húmedo desconsuelo de los asesinos,
en la boca de los niños dormidos.

Pero los hombres del alba se repiten
en forma clamorosa,
y ríen y mueren como guitarras pisoteadas,
con la cabeza limpia
y el corazón blindado.

El recorrido por estos poemas de Efraín Huerta debe ser a pie y con paciencia para descubrir la belleza y esperanza que se esconden en los resquicios más escondidos de la Ciudad de México. En el camino, también podemos ser cómplices de ese alegato eterno sobre los bajos fondos de la ciudad; lo que sí es seguro es que estaremos listos al alba para el gran paseo organizado por el Gran Cocodrilo.

Déjanos tu comentario
Tags:

Tal vez pueda interesarte...