Yukio Mishima: la eternidad del momento

 

¿Cuál es la mejor forma de decir adiós? Me lo pregunto constantemente desde hace años. En las relaciones, en los proyectos que emprendemos, en los cambios personales y en la muerte, parece que no puede existir anticipación porque la vida es impredecible. Nadie va por ahí planeando su muerte o cerrando un proyecto que ya lo ha dado todo, quizá simplemente por el miedo a los finales. Y aunque hay ciertas excepciones admirables como el caso de Yukio Mishima, la mayoría de las veces preferimos exprimir las cosas hasta la última gota aunque eso implique terminar en despojo, y lo peor es que casi siempre perdura ese recuerdo sobre otros. Lo importante es llegar hasta el final, incluso si esa misma lucha es la que nos destruye.

Creo que por eso nos resultan tan fascinantes ciertas situaciones donde se anula esta aparente frontera entre el final y el comienzo, el determinismo del cambio y la consecuente desaparición. Es complicado encontrar el punto exacto para el adiós perfecto o hacerlo fuera de toda sospecha de rendición, siempre habrá espacio para la crítica, pues resulta muy sencillo explicar algo desde una sola perspectiva sin considerar que hay tantas formas de entender el mundo como culturas y visiones.

¿Cómo morir? Lo lógico sería que una vida pesara más que una acción y por ello tratáramos de alargarla llevando a cabo más y más acciones nobles para ser recordados. Tener un hijo, plantar un árbol, perdurar de algún modo, pero hacer que la muerte sea el pasaporte a una memoria eterna es a lo que una persona debería aspirar, al menos eso pensaba Yukio Mishima.

Para él los valores humanos más profundos se encontraban en la belleza de una acción capaz de volverse una cara del absoluto. Como para otros artífices, esta búsqueda del absoluto era fundamental en la labor artística y espiritual del hombre, por ello Mishima volcaba su genio en sostener un mundo con estructura propia, cuyo fin sería un clímax tanto corporal como espiritual.

La belleza y la perfección debían hallarse en la coherencia interna de un mundo distinto, hecho de fragmentos de otras eternidades, incomprensible para cualquiera. A Yukio Mishima se le reconoce por la exaltación de algo que podría llamarse ideales, por el compromiso con la belleza, mundana y trascendental, pero a la vez con la acción como guía de una vida que se tornó obra.

Su obsesión con la muerte se justifica en esa búsqueda del absoluto, pues él creía que llegar a ello solo era posible en el momento de morir y si ese momento era el de mayor grandeza, debía sustraerse a todo azar, a toda profana imprevisión.

La muerte es un lenguaje que todos comprendemos, a pesar de que en realidad nadie la haya experimentado en sí misma, por ello la obra culmen traducida a eternidad debe ser una especie de triunfo o escape, la trastocación de los valores, es decir, la cristalización del cuerpo sobre el espíritu y viceversa. La única manera aceptable de decir adiós. La transformación y la creación, una acción tan poderosa que se convirtiera en la obra más importante de una vida, sustentada a la vez en ese esfuerzo constante de la vida cotidiana.

Si bien desde nuestra perspectiva puede ser difícil de comprender toda esta visión de un hombre a quien se le ha conocido con múltiples adjetivos, tanto positivos como negativos, vale la pena moverse un poco para vislumbrar aquello que desde nuestro horizonte puede resumirse en una palabra, pero que quizá sea la condensación de todo un universo. ¿Cuál es la mejor forma de decir adiós?

Tal vez haya una respuesta para cada ocasión en que hago la misma pregunta, pero cuando después de años seguimos sorprendiéndonos con una partida como la de Yukio Mishima es porque estamos más allá de cualquier frontera.

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