John Kennedy Toole, el necio y su conjura

Ilustración de Federico Murro

Ignatius J. Reilly despierta cada mañana con un solo pensamiento: mejorar al mundo. Pero sus métodos no son convencionales. Es más, ni siquiera son adecuados. A pesar de conferir que la realidad se debería formar a partir de “una geometría y una teología” (inventadas por él, claro), lo cierto es que la desmesura y el descontrol son elementos que se acomodan mejor a su discurso no oficial. Como lector uno puede hacerse cómplice de los protagonistas, los alienta y les cree cada una de sus decisiones; aunque en un punto, hay que decirlo, el término más acertado sería “les perdona” sus decisiones. Algo así sucede con el regordete y “gargantuesco” Ignatius, protagonista de La conjura de los necios de John Kennedy Toole.

La historia de vida de John K. es probablemente igual de intensa y desalentadora que su obra cumbre: después de varios rechazos editoriales, el 26 de marzo de 1969 y con tan sólo 31 años, conectó una manguera al escape de su auto y se asfixió. Después de ello, su madre, Thelma Toole, convencida de la gran calidad literaria de su hijo, buscó un gran número de editoriales para que publicara su obra.

No fue sino hasta 1980 que llegó hasta el escritorio de Walker Percy, editor del Louisiana State University Press, quien admite que comenzó a leer La conjura de los necios con cierto recelo que poco a poco se convirtió en entusiasmo. Después de publicarlo y realizar su prólogo, en el que Percy clava la primera espina al lector con la fatídica historia del autor de la novela, un año después, en 1981, la obra ganó el premio Pulitzer de forma póstuma. El éxito que Toole anheló tanto en vida llegó más de una década tarde, pero lo inmortalizó como uno de los escritores más leídos en el mundo.

John Kennedy Toole escribió una obra que no estaba lista para su tiempo. Hay quienes afirman que su suicidio ha sido la clave para mitificar su pluma, pero lo cierto es que quien se acerca a la Conjura de los necios por primera vez será testigo del desvarío que puede provocar la lengua. Tras las páginas de la novela corre un aire mesiánico que poco a poco termina por colarse entre las contradicciones de Ignatius Reilly. Aunque esto no provoque que nuestro regordete antihéroe pierda su papel en la vida de sus conocidos, sí evidencia las alegorías tan cómicas y patéticas que Toole erigió sobre su repertorio de personajes. 

Ignatius J. Reilly es un desvergonzado treintón y glotón, cuya retórica es lo único que lo saca a flote dentro de la sociedad viciosa que tanto desdeña. Al igual que el Quijote, el personaje de John Kennedy Toole encuentra el consuelo de una época perdida en los libros y los pensamientos que lo precedieron. Por ello, es doblemente significativo que El consuelo por la filosofía de Boecio marque el principio del fin de nuestro caballero barrigón. 

Convencido de su palabra, a lo largo de la novela Ignatius busca la manera de llegar a su redención por medio de sus disparates. Ya sea en la casa materna o en los dos primeros y únicos trabajos que consigue, Ignatius es el portavoz de una “visión del mundo que no entienden los necios”, pero que poco a poco va recopilándose en la anquilosada “denuncia a su siglo” de la que tanto alardea y se enorgullece. 

Si no fuera por su suerte, seguramente más de un personaje incidental habría terminado con la misión de nuestro héroe con un puñetazo entre los ojos. Pero lo cierto es que el pensamiento de Ignatius lo lleva a protagonizar una alegoría de la misma Piedad de Miguel Ángel. Son quizá las sutiles referencias bíblicas lo que hace de la novela de John Kennedy Toole un clásico que pasa de lo absurdo a lo melancólico en cuestión de un par de páginas.

Tal vez es esta cualidad lo que los lectores esperan de la originalidad de una novela. Si de algo podemos estar seguros al leer la obra de Toole es del grado de desenvolvimiento que logran sus situaciones por ridículas u odiosas que éstas parezcan. Al día de hoy no conozco a una sola persona que no haya disfrutado este libro tan único en su especie, lo que me deja en claro que el imaginario Tooleano siempre termina por construirse en complicidad con el lector.   

A la par de la historia trágica del autor, la historia de esta novela parece guardar ciertos guiños a lo que un desvanecido John K. pensaría al ver lo que ha pasado con su libro. Al igual que los necios detractores de Ignatius, los de John Kennedy Toole puede que recapaciten dos veces antes de rechazar el manuscrito original de una obra del calibre de la incomprensión. 

Quizá el rechazo editorial haya dotado a la Conjura de los necios de esa aura de misticismo que terminó por reafirmarse con el suicidio de su autor. Sin embargo, es el consuelo de la literatura lo que sólo los necios se atreven a ignorar. Benditos aquellos fuera de cualquier conjura que valga la pena ser leída, como creo que es la verdadera literatura.  

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