Líneas de violencia en Latinoamérica

 

Latinoamérica siempre ha sido admirada por su variedad de paisajes, cultura y personas. Sin embargo, a lo largo de la historia también nos hemos enterado de las revoluciones y cambios culturales que se han gestado para el progreso de todos los países que la conforman. Como en cualquier continente hay muchos problemas a solucionar, pero el primer paso para hacerlo es reconocer que existen y ponerles nombre. Hoy le llamaremos violencia.

Colombia y las movilizaciones

En 1992 se cumplieron 500 años del descubrimiento de América, suceso que transformó el accionar del mundo. Sin embargo, los ecos de desprecio para las comunidades étnicas se siguen manteniendo hasta el día de hoy. A pesar de que en la constitución política de 1991, en Colombia, se decretó como patrimonio de la nación la diversidad étnica y cultural del país, generando que los pueblos tengan una autonomía para determinar modelos educativos acordes con su estilo de vida, esto no ha sucedido. 

En medio de ese escenario los actos de violencia que han instaurado los diferentes grupos subversivos ocasionaron actos de desplazamiento forzoso y homicidios que han acompañado durante más de cincuenta años al país. Es así como en el año 2016, bajo el gobierno de Juan Manuel Santos Calderón, se firma un acuerdo de paz en la Habana, Cuba con el grupo de las FARC. Acuerdo que permitió que varios de sus integrantes llegaran al Congreso de la República y se presentaran actos de justicia y verdad hasta ahora.

Estos eventos están acompañados de distintas movilizaciones reclamando una segunda oportunidad para Colombia, país bañado de dos costas, de música que arrulla el alma, de voces dispuestas a soñar en la adversidad, de hombres y mujeres encantados de consolidar una nación sin ríos de sangre, como la que nos acompaña hoy en líneas de violencia.

México: la retórica en la pandemia y el asedio del narcotráfico

Mientras tanto en México, la pandemia por la COVID-19 ha planteado nuevas fronteras del discurso nacional. A la fecha, nuestro país ha registrado más de dos millones de casos confirmados, lo que lo posiciona entre los países más afectados del mundo. Pero es la estadística de las defunciones lo que confirma el amargo panorama de México. El país entró en un top 10 mundial, pero en lugar de prestigio, ahora y siempre deberá cargar con la responsabilidad de más de 235,000 muertes. Cifra, por supuesto, que trae detrás de sí las debilidades de un sistema de salud que se vienen acarreando desde hace años.

Pero tal vez es la mutabilidad del lenguaje, de los términos, lo que convierte el desastre sanitario también en un desbarajuste lingüístico que tarde o temprano llega hasta lo ideológico. Es común la expresión: “si no se ve no existe”, pero para la actual clase política mexicana queda más ad hoc la expresión “si no lo nombro no existe”. Confío en que habrá quienes recuerden el ingenioso uso del sustantivo “fuerza moral” que sustituyó al ya amenazante “fuerza de contagio”. Desde entonces, los voceros de las verdades oficiales han saltado de una retórica a otra según sea lo conveniente.

¿En qué tipo de artilugios lingüísticos caeremos después? La lengua siempre puede dar mil vueltas, de ahí su carácter cambiante y maleable. Pero la retórica de la pandemia ha llegado para contagiar a los grandes discursos. Otra línea de violencia se dibuja cada vez que, desde la lengua, se silencia esa otra cara de la moneda que revela la cruda realidad que enfrentamos los mexicanos.

Por otro lado, México continúa aterrorizado, no sólo por la pandemia y la crisis sanitaria que se derivó por la COVID-19 en 2020, también lo está por la violencia que hay en diferentes partes de la República y que, tristemente, parece que no desaparecerá pronto.

Si bien en muchos sentidos se ha optado por normalizar la violencia que se vive día a día, ésta no ha descendido en nada, por el contrario, ha encontrado lugares en dónde encapsularse y la situación local de esos lugares es la de un polvorín a punto de estallar. Muestra de ello es la situación que enfrentan varios estados del norte del país, donde la lucha por territorios entre bandas del crimen organizado y las disputas entre el gobierno federal por más de 10 años han generado múltiples incidentes donde los más afectados son los ciudadanos de a pie.

Tamaulipas es considerada la entidad más peligrosa del país y tiene la mayor cantidad de conflictos y enfrentamientos armados registrados en lo que va del 2021, pues según estadísticas brindadas por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), este estado ha mantenido e incrementado el número de asesinatos en comparación con otros estados de la república.

Dicha situación quedó demostrada el pasado mes de junio en la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, cuando un grupo armado realizó un ataque directo hacia la población que dejó un total de 18 muertos entre civiles y agresores. Este caso se considera único en su tipo, pues a pesar de que los enfrentamientos entre cárteles y la policía federal son frecuentes y se tiene daños colaterales inevitables, es decir, balas perdidas que hieren o matan a personas inocentes, nunca se había hecho un ataque a personas externas al conflicto preestablecido.

Ante esta situación, se han generado muchas preguntas donde la principal es ¿qué pasará ahora? La población en general se encuentra en medio de una guerra que de ser un mal periférico pasó a ser un ataque directo hacia ellos.

El Salvador y las miras al bitcoin

Aunque quizás la pandemia de COVID-19 sea la parte más visible de un iceberg que se acerca peligroso a Latinoamérica, hay detrás de ella un cúmulo de problemas y líneas de violencia que se vienen formando hace décadas. Sirva como ejemplo el caso de Colombia mencionado arriba. Hace años que expertos en análisis internacional, geopolítica, economistas, periodistas y otros más ya advertían de crisis en el continente y en todo el planeta que cambiarían definitivamente nuestra forma de ver y vivir en el mundo.

Desastres económicos, sociales, humanitarios y ecológicos parecían estar en un punto de inflexión antes de la COVID, cuya aparición los paró en seco. ¿Qué pasaba hace dos años en Chile, Irán, Yemen, Israel, Hong Kong, Francia, Líbano, España, Puerto Rico, Honduras, Ecuador, Irak, Bolivia e India? 2019 era el año de las revueltas sociales y aunque el 2020 terminó con un mundo paralizado y casi por completo ajeno a las injusticias que lo llevaron a las calles a luchar por derechos fundamentales, hoy las cosas parecen retomar su rumbo. De nuevo el ejemplo de Colombia nos ha demostrado que la pandemia no es la única amenaza a la vida a la cual vale la pena enfrentar.

Latinoamérica ha seguido de pie y poco a poco hemos hecho frente a esas amenazas que tristemente no provienen ni de virus ni de animales, sino de nuestros propios hermanos. Cada país ha buscado la forma de enfrentarse al mundo, y en eso lanzar un juicio simple entre el bien y el mal sin considerar el contexto mundial es poco menos que necio.

Por ejemplo, un caso que despierta opiniones muy diversas es el del uso oficial del bitcoin en El Salvador. En días recientes se convirtió en el primer país en tomar esta decisión que ha sido tan criticada como aplaudida. ¿Será una medida especulativa o una estrategia para hacerle frente a esas líneas de violencia que la pandemia sólo puso en pausa? Sea cual sea la respuesta, el antecedente ya está ahí y no es algo que deba pasar desapercibido si queremos comprender hacia dónde nos dirigimos.

Cuba: represión, precariedad y abandono

Como se menciona líneas arriba, la pandemia de la COVID-19 sólo fue la “gota que derramó el vaso” para hacer visible todo aquello que sabíamos sobre las precariedades en Latinoamérica. La pandemia sólo acentuó las diferencias existentes y evidentes que de alguna u otra forma algunos gobiernos se negaron a ver. En Cuba, la población fue la protagonista, el descontento se hizo presente, la escasez de vacunas contra el virus SARS-COV2 y los apagones en algunas zonas de la isla fueron parte de los detonantes para que la gente decidiera salir a las calles.

La calle fue el escenario de la protesta, el lugar del que se dijo que sólo “los revolucionarios podían ocuparla”, como si la protesta por el bienestar no fuese un acto revolucionario. Fue entonces cuando los cubanos comenzaron a darse cita para protestar por el desabastecimiento, los precios elevados en alimentos y cortes de luz en varias regiones de la isla. Las manifestaciones surgieron en San Antonio de los Baños, cerca de La Habana, y Palma Soriano, en la provincia de Santiago de Cuba, en donde se reclamó principalmente el abastecimiento de vacunas debido al retraso en la vacuna generada por el gobierno cubano.

La protesta fue un relámpago en redes sociales, a causa de los cortes en la red de internet, lo que provocó que los testimonios de quienes habían hecho uso de las mismas no lograran tener el alcance deseado. La represión no faltó, la misma que siempre ha existido y se manifiesta a la par de las protestas de los otros.

Muchas familias se dedicaron a buscar a sus familiares al día siguiente de las manifestaciones, como siempre sucede después de las detenciones y desapariciones. Del 11 al 17 de julio la presencia en las calles no ha cesado, ni las exigencias de los cubanos por acceso a alimentos y salud ni la de la fuerza policial reprimiendo esta revolución en la isla.

Desde 2019, los chilenos nos mostraron que es posible luchar y resistir, es probablemente de los eventos del siglo XXI que más motivaron a Latinoamérica. Ante una crisis sanitaria, y la desigualdad en países de este lado del mundo, lo más lógico es que los cubanos se expresaran ante la situación. Aunque aún no es posible ver un desenlace ni un desarrollo tentativo, ese primer paso de enunciar las dificultades del pueblo cubano es la forma en que todos podemos ver y atender sus necesidades.

Feminicidios en América Latina

La muerte siempre será sinónimo de vacío, tristeza y angustia para quienes sufren la pérdida de un ser querido. Sin embargo, en los casos de feminicidio se le suma la ira, impotencia y gritos que claman justicia para las víctimas. Como bien se menciona párrafos arriba, la retórica es fundamental para que los gobiernos se hagan, como coloquialmente decimos en México, “de la vista gorda”, es decir, volteen hacia otros lados y puedan desdibujar las connotaciones que la palabra feminicidio tiene, como lo es el odio a las mujeres por ser mujeres, detrás del signo lingüístico de homicidio.

En 2019 el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y El Caribe realizó un estudio que arrojó como resultado que 4.640 mujeres en promedio fueron asesinadas en 2019 en 15 países. Realmente, se explica que ese número sólo refleja aquellas muertes que sí fueron ligadas a cuestiones de género mientras que hay otras cifras no cuantificadas porque se consideran simplemente homicidio.

Así pues, en 2021 por fin se está tratando de que los países tipifiquen el delito de feminicidio para tener cifras más exactas, pues en estadísticas realizadas por otras organizaciones se sabe que, por lo menos, asesinan entre 7 y 10 mujeres diario en México, lo cual no dista mucho de cualquier otro país hermano.

Con estos datos solo queremos darle visibilidad a todas las líneas de violencia y que tengan nombre. Ya que en el ir y venir de la información en redes sociales todos estamos saturados de ella y con discursos amañados con tal de desdibujar el contorno de la América Latina que se forjó por las cualidades de sus pueblos y hoy se está manchando de sangre de nuestros jóvenes, mujeres y niños.

 

Autoras y Autor de Retruécano

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