Tres acercamientos al género fantástico: sobre Drácula, dudas y ausencias

El género literario de lo fantástico sigue vivo, actual, dialógico. Sin embargo, su espejo no refleja las mismas confrontaciones que aquellas de mediados del siglo XVIII y principios del XIX. Diferentes teóricos ven en los géneros no miméticos un crisol de terrores contemporáneos, entre ellos está Cecilia Eudave (2018) quien puntualiza al horror fantástico como “la refracción de los miedos más profundos de las sociedades en donde se gestan” (p.58). La figura del vampiro en Drácula (1897) de Bram Stocker o El vampiro (1819) de John William Polidori tiene un efecto distinto que los representados en ciertos bestsellers de la primera década del siglo XXI, como Crepúsculo (2005) y El beso del vampiro (2008).

No en todos los textos que se circunscriben al género fantástico está presente la sugestión del miedo (incluso Jaime Alazraki lo descarta en el neofantástico, mismo donde identifica la intención de suscitar perplejidad o inquietud en los lectores por las metáforas epistemológicas[1] antes que el miedo por lo insólito que H.P. Lovecraft consideraba incondicional en el cuento fantástico). Dicha esta aclaración, en este texto presento tres enfoques para estudiar e interpretar el terror o la incertidumbre que padecen los personajes del mundo diegético o, en el caso de los lectores empíricos, a partir de lo que se ve, lo metafísico o la ausencia; todo esto gestándose por los recursos narrativos empleados, la intencionalidad del autor y el contexto que rodea al relato.      

Mirar a Drácula con los ojos bien abiertos

En la Antología de cuentos de terror, editado por el notable Rafael Llopis, los relatos cortos seleccionados, o extractos de capítulos de novelas, se ordenan cronológicamente. En otro sentido, el difusor español, parecido al cartógrafo, ofrece un mapa para rastrear los variopintos funcionamientos narratológicos que nos conducen al tesoro: el efecto de lo hórrido. Por lo que lo extrasensorial, hiperbólico y el uso de sistemas descriptivos grotescos se vuelven las branquias para que el género respire.

En “La posada de mal hospedaje” de Lope de Vega impera la imagen como el componente primordial del terror: en cuanto Pánfilo abre los ojos, el viajero que pretende dormitar, ve desfilar el bullicio irracional representado por espectros que cargan hachas y afilan cuchillos, una cama ardiente o su cuerpo desprendido de las piernas. Es con la vista que se interactúa por vez primera con el fantástico: el umbral de lo imposible se cruza no con las piernas, sino con la mirada.

El episodio de “La monja ensangrentada” de Matthew Gregory Lewis[2] es también ejemplo de ello, puesto que don Ramón entra en contacto con el operante de terror por medio de un dibujo:

“uno me llamó la atención por su singularidad (…) una mujer de estatura sobrenatural (…) sus ropas estaban aquí y allá manchadas de gotas de la sangre que manaba de una herida” (pp.95-96).

Después, el papel se torna en el cuerpo espectral de la monja ensangrentada, enamorada y maldita, que no se desprenderá de don Ramón.

Por ende, el recurso sustancial de este tipo de miedo es lo que los personajes ven, lo que los lectores no quisieran presenciar jamás, como el rostro moribundo y fantasmagórico de “El fantasma de la señora Crowl” de Sheridan Le Fanu o aquella otra cara envuelta en llamas del decrépito cuerpo descrito en “El obispo del infierno” de Marjorie Bowen. En el caso de Drácula, lo que asusta son sus colmillos, la piel lívida, la sangre en su lengua y, por supuesto, la figura antropomorfizada de lo que es improbable.

Entre más te pienso, más miedo me das

A comparación del enfoque anterior en el que los actantes transmutan a una imagen terrible, lo que genera el efecto fantástico aquí es la duda, el problema de lo extraño que desafía los marcos epistémicos de los personajes y lectores. Para explicar esto, el teórico español David Roas se refiere al concepto de ‘miedo metafísico’ que define como:

“[esto que] se produce cuando nuestras convicciones sobre lo real dejan de funcionar, cuando se produce la irrupción de lo imposible en un mundo que funciona como el nuestro” (2018, p.11).

No es la imagen, ahora es la idea lo que asusta. En “Una flor amarilla” de Julio Cortázar, el horror del ‘yo-original’ no es consecuencia del contacto con Luc, su otro yo (un doppelganger infante, su estampa exacta cuando era niño), proviene de la idea que desemboca esto:

“Todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma” (p.459).

La inmortalidad, el eterno retorno condenatorio, el fatalismo que sella el destino del hombre a una libertad marchita es lo que perturba al sujeto cognoscente, no el verse reflejado en las facciones infantiles, que a su vez fueron las suyas, porque su existencia supondría los terrores previos: el espejo de la futilidad. 

Una de las estrategias textuales del género fantástico moderno, de acuerdo con Omar Nieto en Teoría general de lo fantástico (2015), es la naturalización de lo insólito, su normalización. La existencia de lo irracional o anormal se acepta, no se rechaza. En “Agosto 25, 1983” de Jorge Luis Borges, el Borges autoficcional no enloquece ni se perturba ni entra en shock por ver y hablar con su otro yo, también un Borges pero más envejecido. Nótese la referida naturalización, pero esto no significa que no haya algún tipo de confrontación, sin embargo, aquí la disrupción es de orden intelectual:

“No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que sueñan” (p.517). La respuesta filosófica: la otredad también lleva el rostro del ‘yo’, por lo tanto, el ‘yo’ es rastro del vestigio y el porvenir: “Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño” (p.519).  

En este caso, el miedo se disfraza de la duda y la duda, no obstante, no es máscara, se adhiere a la piel.

Ausencia, ausencia, ¿estás ahí?  

Para finalizar, el tercer miedo en el género fantástico toma la forma de lo amorfo. Se escabulle del lenguaje, puesto que todavía no se inventan las palabras para nombrar lo que acecha en las rendijas de lo cotidiano al igual que en la superficie más vistosa. “La Hostería” de Mariana Enríquez es el paradigma de la incertidumbre de la ausencia: la amenaza queda en el campo de lo no visible –a primera instancia o en su totalidad–, pero transgrede a quienes se pongan en contacto con ésta.

A modo de síntesis del cuento citado, dos amigas sufren los estragos de los espectros, sugiero, de militares. Mientras se abrazan despavoridas en un cuarto de la Hostería, que fue décadas atrás una escuela de policía en el marco de la dictadura argentina de Videla, afuera estalla el ruido de motores, golpes en las ventanas, el vidrio explotando y gritos furiosos.  Elena, la propietaria del local, tras oír unos alaridos “como si las estuvieran matando” (p.45), las descubre aterradas. La narradora enuncia que ella no percibió lo que las jóvenes sí. Lo sobrenatural toma la forma de lo espectral en un miedo social; en otros términos, un miedo colectivo que en este cuento se transformó en el conflicto de la realidad con lo imposible, pero lo imposible-fantástico proviene del recinto de lo más verídico: los soldados de la dictadura (lo posible), seres fantasmagóricos que retornan en el lugar de sus crímenes (imposible).               

Ya no son vampiros ni doppelgangers abyectos ni únicamente una disrupción de la categoría espacio-temporal lo que desestabiliza: es lo que no podría ser rechazado por el lector dentro de su marco vivencial (el horror dictatorial, el abuso policial, las enfermedades mentales, las desapariciones forzadas, etc.). No obstante, las amigas de “La Hostería” jamás ven lo que las trastornó. Otro ejemplo lo tenemos con los protagonistas de “La casa de Adela”, ya que no ven lo que hay detrás de la puerta por la que desaparece su amiga de la infancia. Tampoco la fiscal Pinat ve, en “Bajo el agua negra”, el cuerpo resucitado de Emanuel, un chico asesinado por el cuerpo policiaco. Aun así, las sugerencias que emanan de estos operantes fantásticos, apenas descritos, invaden todas las certezas.

Texto por: Dayana Campillo

Referencias

Alazraki, J. (2001). ¿Qué es lo neofantástico? En D.Roas, Teorías de lo fantástico. Arco Libros.
Borges, J.L. (2017). Cuentos completos. Penguin Random House.
Enriquez, M. (2016). Las cosas que perdimos en el fuego. Anagrama
Eudave, C. (2018). Hacia una clasificación del espacio en textos de horror fantástico. Brumal, VI (2),57-73. https://revistes.uab.cat/brumal/article/view/v6-n2-eudave/pdf_39_es

Llopis, R. (2022). Antología de cuentos de terror, 1. Alianza Editorial.
Nieto, O. (2015). Teoría general de lo fantástico. Del fantástico clásico al posmoderno. Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Roas, D. (2001). Teorías de lo fantástico. Arco Libros.
_______ (2016). Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico. Páginas de Espuma.
_______ (2018). Monográfico coordinado por David Roas: El horror de lo imposible. Brumal, 6(2), 9-13. https://doi.org/10.5565/rev/brumal.580                

[1] Para el teórico argentino las metáforas epistemológicas se caracterizan por ser una modalidad alternativa al conocimiento científico. En sus propias palabras son “modos de nombrar lo innombrable por el lenguaje científico, una óptica que ve donde nuestra visión al uso falla” (Alazraki, 2001,p.278)     

[2] Capítulo perteneciente a la novela “El monje” (1796).

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