“¿Para comer aquí o para ir comiendo?” Apuntes sobre la comida callejera mexicana

 

Supongo que en todos los países, la gastronomía local es una ondulante cresta que dice mucho de los comensales. Claro que, al menos en México, no es lo mismo disfrutar un taco de escamoles con guacamole en una terraza exclusiva, que una tercia de tacos de suadero en promoción afuera de nuestro metro más cercano.

Ni siquiera la sensación que queda en los dedos después de nuestro deleite es el mismo: por un lado, la textura aséptica de una tortilla seca se refuerza con el suave abrazo de la servilleta de tela que descansa en nuestro regazo; por el otro, una mano se encarga de sostener el plato de plástico donde aún descansan la ofrenda aceitosa y los retazos de carne, mientras que la otra mano se estira para alcanzar una servilleta de papel casi translúcido, cuya invisibilidad termina de confirmarse después de su paseo por nuestra boca. ¿Entonces, en la forma de agarrar el taco se descubre al tragón?

Los aztecas eran mesurados, versa Salvador Novo, pues su dieta consistía en medias tortillas que aumentaban conforme crecían hasta alcanzar la calculada cantidad de dos tortillas a partir de los trece años. Resulta curioso saber entonces que la dieta popular mexicana conserva su base de maíz, pero no la cantidad “recomendada” por nuestros antepasados.

Si hoy pensáramos, por ejemplo, en la algo dificultosa (mas no imposible) tarea de comer un taco callejero con una sola tortilla, nos daríamos cuenta que en un momento tendríamos que ir pellizcando cada uno de los restos que se nos cayeron del plato a la boca. Hay también quienes optan por el lado optimista del taco: la doble tortilla sirve para transformar el solitario taco en dos. Entonces, la desmesura del taquito callejero obedece no sólo a un principio de practicidad, sino de condensación y economía.

Por supuesto, el que hoy en día conozcamos la ilimitada capacidad de la tortilla se debe también al mestizaje que comenzó hace más de 500 años y que llegó hasta nuestras mesas. Bernal Díaz del Castillo nos brindó lo que podríamos considerar el primer registro de un taco de carnitas en México.

Después de la caída de Tenochtitlán, desde Cuba llegaron la manteca y los cerdos. La posibilidad de la fritura llegó a México en forma de marrano y desde entonces la tortilla dejó de acompañarse sólo de chiles y frijoles para dar paso a lo que hoy consideramos como taco y a sus primas no tan lejanas: las garnachas. Esta mezcolanza de ingredientes no sólo fue una fortuita fuente de sabor, sino también fue el inicio de una dinámica gastronómica bastante peculiar.  

La comida callejera mexicana cumple una de las funciones diarias más esenciales: alimentarnos (en el sentido de saciar el hambre en turno), pero si a esto le sumamos el ingrediente sazonador de las dinámicas características de las grandes urbes, nos daremos cuenta de que el hambre es apenas una de las cosas que la dotan de significado.

Al igual que la variedad de guisados en un puesto, comer en la calle representa un escaparate de ideas sobre lo que los mexicanos concebimos hoy en día como hambre. Ahora es más común encontrarnos retos para estómagos resistentes donde la comida es el rival a vencer. La delgada línea entre el hambre y la gula se olvida por completo en diversas afrentas: “Cómase toda la torta y gane $500 pesos”, “Coma 100 tacos en 20 minutos y la cuenta es gratis”.

Al contrario de nuestros antepasados, la mesura no tiene cabida ni para el hambre ni para el juego del honor. Es precisamente la transformación quimérica de la comida a un monstruo amorfo que chorrea grasa lo que puede hacer que nos preguntemos: ¿qué sucede con el sabor y el hambre? ¿Acaso la categoría de la comida puede volverse una categoría de fanfarria? Por supuesto que suena tentador asumir el reto, pero, ¿no es en realidad algo alejado de la practicidad del bocado callejero?

Algo que me gusta de la comida callejera mexicana es la versatilidad de sus bases. Por supuesto, el maíz como sustento, como piedra angular de nuestro origen como raza, según los libros sagrados mayas, es capaz de adoptar casi cualquier ingrediente. Imaginemos a los primeros mestizos ideando nuevas maneras de llenar un taco.

¿Qué no hubiera caído bien dentro de esa tortilla? Si algo tiene de especial el taco es su generosidad de aceptar lo que caiga en él: frijoles, carne, arroz, chiles, pescado, pollo, chicharrón (prensado o guisado), queso, mole, chapulines y un largo y sabroso etcétera. A diferencia de las transformaciones monstruosas y desmesuradas, el taco es el perfecto ejemplo de la adaptación a los nuevos tiempos y a las necesidades emergentes: para la opción económica, una orden de canasta; para el deleite del crujir entre los dientes, los dorados; para el trabajador balanceado, los de guisado; para la resaca dominical, los de barbacoa o carnitas; para matar el hambre, el taco placero y hasta para la globalización, el taco árabe.

Sin embargo, a diferencia del taco, la garnacha es quizá el mejor ejemplo culinario de la mezcla de razas. Con la introducción de la manteca después de la caída de Tenochtitlán, la fritura hizo posibles nuevas combinaciones con el maíz. Una de ellas y, ¿por qué no decirlo?, mi favorita, es la gordita.

Si el taco es la adaptación, la pequeña bola de masa es el subterfugio en la comida callejera mexicana. Sin ver lo que tiene por dentro y sólo gracias a la intervención filosa del cuchillo, podemos comenzar la preparación. Dependiendo del gusto del comensal, la gordita puede almacenar en su interior diferentes combinaciones de carne, verduras y semillas.

Para los estómagos exigentes nunca está de más una gordita con carnitas o carne al pastor; pero para los que gustan de comer sano, siempre está la opción de rellenarla con nopales y frijoles. Cualquiera que sea la elección, la gordita los recibirá con sus pliegues bien abiertos y listos para devorar su interior. Cual bolso mágico, la gordita oculta y condensa todo en su interior para dar en cada bocado una rápida solución a nuestras apretadas horas de comida.

Pero si de condensación queremos hablar, la torta es la opción que se sirve sola. A pesar de los intentos por transformarla en una pila desmesurada de ingredientes, lo cierto es que su fama de ofrecer combinaciones apetitosas la precede. Pedir una torta no sólo es un acto de hambre, es también una elección cuidadosa del significado.

Por supuesto, siempre podemos optar por la salida “sencilla”, pero para los valientes, para aquellas personas que se encargan de descifrar los peculiares acertijos lingüísticos de sus nombres, las tortas combinadas simbolizan un reto semántico y de gusto. En grandes cartulinas fosforescentes y con letras indelebles para perdurar ad infinitum es común encontrar los nombres que componen el menú: La Rusa (milanesa, pierna y quesillo), La Argentina (milanesa, chorizo y quesillo), La Trevi (milanesa, salchicha y quesillo), La Traviesa o Cubana (lleva de todo, sí, de todo). Nombrar a la torta es sólo el reflejo de su verdadera esencia: un solo sustantivo encierra más de lo que podemos leer (y quizá tragar).

La torta combinada podría superarnos si quisiera, pues es difícil mascarlo todo de un bocado. Por suerte para nosotros, la torta casi siempre termina por partirse en dos para saber qué vamos a degustar primero.

Después de revisar esta breve radiografía de la comida callejera mexicana, no puedo dejar de notar que los antojitos mexicanos son un escaparate de diferentes notas al pie que le dan otras lecturas a nuestra experiencia gastronómica. Quizá más allá del sabor o la preparación, la comida callejera destaca por lo que dice de nosotros como comensales.

Al comer en la calle adoptamos lugares, modos de preparación y hasta rituales específicos: una orden es una decisión tomada desde hace mucho, que trasciende generaciones para volverse parte fundamental incluso de las dinámicas familiares.

El antojito mexicano constituye ya una parte fundamental de nuestro tiempo, costumbres y hasta imaginario. Pensar, por ejemplo, en la realidad que refleja la literatura de nuestro presente necesariamente debe llevarnos a considerar algunos destellos de nuestras comidas más populares, más cercanas.

Juan Rulfo siempre dio a sus personajes una alimentación austera: tortillas, chiles, frijoles y, cuando había bonanza, un escueto pedazo de cecina. ¿Cuál será el menú de las futuras ficciones mexicanas? ¿Qué guisado escogerán los personajes para rellenar sus tortillas o gorditas?

Lo único seguro es que siempre tendrán la opción de comer parados o pedir para “ir comiendo” la comida callejera mexicana, ese modo culinario y verbal tan propio de nuestro tiempo y de nuestros alimentos, digna conjugación para saciar ese infinito gerundio que no llena, pero cómo nos empacha.

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