Antropología de la selfie

 

Al ver retratos antiguos –de personas desconocidas, sobre todo– se disparan muchas emociones, también intereses. Inquieta mirar esos rostros, y nos preguntamos, intrigados, cómo sería las vidas de esas personas. En suma, los retratos antiguos son interesantes, o así nos lo parecen. Por el contrario, si vemos una selfie u otros tipos de fotografías actuales, no sucede lo mismo; las juzgamos frívolas, vulgares, sin tanta importancia, no nos dicen mucho sobre las personas, hasta podemos considerarlas trucadas o falsas. Pero, ¿por qué no puede ser interesante una imagen actual como una selfie?, ¿qué nos revela esta actitud dirigida hacia ciertas imágenes actuales?

“Con el tiempo suficiente, muchas fotografías sí adquieren un aura”, dice Sontag (2018: 139). ¿Acaso a las selfies les falta envejecer para que las consideremos interesantes? Por suerte, envejecen a prisa, cada fotografía nueva relega a la otra a un pasado nebuloso, aunque inmediato. No hace falta, sin embargo, esperar a que el tiempo torne relevantes a las fotografías actuales. En su actualidad son dignas de interés, empezando por el hecho de ser objeto de opiniones y prácticas divergentes, contradictorias: el que sean juzgadas frívolas y narcisistas, no impide que las selfies se hagan en gran número, o que sean vistas como una forma de reconciliarse con la propia imagen corporal y tengan una utilidad cotidiana.  

Las antiguas clases de imágenes –pinturas rupestres, frescos en templos, la fotografía analógica, etc.– tuvieron en su momento una conexión con la vida cotidiana de las personas; hoy son tratadas como reliquias a las que hay que respetar. Las selfies están ligadas a nuestro presente de una manera en que otras imágenes más antiguas ya no lo están, porque se vinculan a nuestra corporalidad y la corporalidad de nuestros contemporáneos, al devenir de nuestros actos e ideas, y cómo estos están sometidos a las circunstancias y los contextos. Algún día también las selfies se convertirán, seguramente, en reliquias. Por ahora, al ser contemporáneas, se les puede adorar como denostar. Son problemáticas en ese sentido del presente que no conseguimos apresar del todo, y siempre va un paso delante de nuestras categorías científicas.

Contra todo, ¿podemos interrogar una selfie como se interroga a las fotografías antiguas, con esa misma curiosidad, con esa misma conciencia de estar ante un objeto único, singular? ¿Y cómo, mediante qué procedimiento? La respuesta quizá sea el procedimiento antropológico. La antropología es el estudio de las actividades humanas que nos interrogan desde el propio presente, desde su actualidad, su realidad inmediata, urgente, desde aquello que nos embarga y sorprende, que plantea la existencia de lo diferente. “Toda etnología supone un testigo directo de una actualidad presente” (Auge, 1992: 16). ¿Y qué más actual, más familiar, y al mismo tiempo impreciso, que la selfie?

Selfies, y demás fotos en redes digitales, nos interrogan desde tal presente, desde esa actualidad, pero, ¿qué nos hacen cuestionarnos? Nos interrogan sobre la manera en que nos relacionamos con nuestros cuerpos, con las demás personas, con el entorno y el paisaje, en tanto las selfies condensan o sintetizan los objetivos visuales que a lo largo del tiempo se han expresado en los retratos, autorretratos, el paisajismo pictórico, la foto turística, la tarjeta postal, la foto analógica doméstica y más tipos de imágenes. Lo hacen a manera de juego, con esa ligereza de quien va caminando por la calle y gira su teléfono celular hacia sí mismo para tomarse una foto. Perecen fotografías inofensivas, ligeras, y lo son, pero también son serias. Y no es paradoja.

Son serias porque “toda imagen incorpora un modo de ver” (Berger, [1972], 2016: 10), ya que, en primera instancia, las imágenes son deseos de ver. ¿Qué deseamos ver, a través de la selfies, de nosotros, los demás, nuestro entorno? Queremos ver la amistad con tal o cual persona, el amor que nos profesamos en pareja, el cariño familiar, el paisaje o el panorama contemplado en un lugar, etc. Los deseos pueden ser infinitos. Esos modos y deseos de ver son asuntos antropológicos, constituyen la mirada instituida, a lo que dirigimos la mirada y cómo la dirigimos, en un contexto y época determinados. Mirada que trata de ser constatación de lo efímero e inaprensible, de lo que se dice que está ahí, y que necesitamos ver para creerlo.  

Pero no se entienda mal, las fotos no están hechas solo de cánones, de temas y perspectivas codificadas por las sociedades, también contienen miradas singulares, propias de la creatividad de las personas, sus elecciones, los momentos. ¿Esta singularidad es terreno de sociólogos y antropólogos? Por supuesto, el panorama no estaría completo si únicamente atendiéramos a los cánones. Una imagen sería ineficaz sin la singularidad. Esa sensación de estar ante algo único e irrepetible: el momento compartido, la luz que ilumina la escena, la distorsión, el efecto, incluso el filtro elegido. Solo así se puede generar un lenguaje natural y emocional, que tenga sentido individual y socialmente.

Søren Mørk Petersen (2014) descubre en las fotos compartidas en redes digitales dos caracteres: lo banal y lo afectivo. La selfie, la foto del desayuno, etc., les permiten a las personas vincularse en el ámbito más propicio para ello: la cotidianidad mundana; y mediante las estrategias más efectivas: las sensaciones, el afecto, y una sencillez que rallan en lo banal. Aquello que no parece tener demasiadas pretensiones, lo simple, está más cerca de la naturalidad, de la forma más efectiva de acción. Todo lo que parece artificioso nos causa sospechas, aunque no sepamos exactamente por qué. Lo canónico y lo singular combinados son la condición propicia para lograr la naturalidad deseada.

Las selfies y otras fotos populares son más que imágenes anecdóticas y estereotipadas. Y no es esta una defensa de las selfies. Si acaso fuera una defensa, lo es del estudio atento de las maneras en que las personas utilizan las imágenes para interactuar entre sí y con su ambiente.

Este uso de las imágenes no comenzó con la era digital. Cada época ha contado con sus regímenes y tecnologías de visualidad. En ese sentido no nos debe sorprender el extenso y cotidiano uso que damos a las fotografías, videos, stickers, etc. En lo que debemos interesarnos es en las formas singulares con que nos relaciones con estas imágenes y el uso que les damos.

Toda crítica, todo intento por comprender la selfie y cualquier imagen actual, tendría que partir de entender la condición de actualidad o contemporaneidad bajo la cual nos relacionamos con ellas. Una vez que tenemos en cuenta esto, hay que avanzar hacia algo más, hacia nuevos horizontes, mediante ese procedimiento antropológico que convierte en exótico lo familiar, para problematizarlo, para arribar a una perspectiva distinta. La antropología descubre, ahí donde las acciones y los dichos se han vuelto consuetudinarios, triviales, los resortes sociales e individuales que los hacen posibles, sus efectos y desarrollo.

 

Texto por: José Navarrete Lezama 

Bibliografía

Augé, Marc. (2000). Los no lugares. Espacios del anonimato. Barcelona. Gedisa.

Berger, John. ([1972] 2016). Modos de ver. Barcelona. Gustavo Gili.

Mørk Petersen, Søren. (2014). «Una banalidad ordinaria: el carácter afectivo de compartir fotos en línea», En Lasén, A. y Casado, E. (Eds.) Mediaciones tecnológicas: cuerpos, afectos, subjetividades. Madrid: CIS.

Sontag, Susan. ([1997]2018). Sobre la fotografía. México. Penguin Random House.

Déjanos tu comentario
Tags:

Tal vez pueda interesarte...