La pandemia como revaloración de la tumba

 

¡Cómo, hermanos humanos, / no deciros que ya no puedo y / ya no puedo con tanto cajón, / tanto minuto, tanta / lagartija y tanta / inversión, tanto lejos y tanta sed de sed! / Señor Ministro de Salud, ¿qué hacer? / ¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos, / hay, hermanos, muchísimo que hacer.

VALLEJO, España, aparta de mi este cáliz

Sea o no el momento para revisitar a Parménides –y apadrinar así cualquier nota infrapoética del Ser–, lo cierto es que luego de días y días de encierro terminamos seducidos por un “no sé qué” correspondido con un malhablado esperpento de “No sé qué chingados venga después”. Junto a la COVID-19, llegaron artilugios de primer orden: un tipo de retóricas optimistas que rafaguearon y pretendieron quitar las voces, siempre fluctuantes, del sufrimiento. Algunas veces gestos solemnes de miradas sofistas se empeñaron en hablar de los “retos y desafíos del hombre contemporáneo”. Con tamaña pedantería se quitaron de encima el peso de la conciencia. ¿Conocen lo que pasa en los hospitales? ¿O en las familias? ¿O en los panteones?

Esta herrumbe ontológica nadie la señala. Pero es la herrumbe basada en “hechos reales”, desgastantes, parte de los coletazos funerarios que ha dado una extenuante pandemia. Frente a lo que pasa, les ofrezco esta pregunta a los verificadores del darwinismo social: ¿cómo saber si la pandemia apuntó hacia un nuevo camino del no-ser? ¿Así como hay caminos del pensar, no hay caminos del no-ser? Yo lo reflexiono; de haber reflexionado, heme tumbado. Y a juzgar por la incertidumbre, la tumba, como concreción del abstracto ser-para-la-muerte, debería adquirir un nuevo valor. Ya que, a veces, la contemporaneidad ha opacado su significado, lamentablemente.

Y, por eso, lo primero por rescatar es saber llevar los pesimismos más allá de la post-ironía. Si hay una desconfianza tanatopolítica del mundo, viene de que el festín cuántico de E=m∙c2 todavía no se concreta al 100%, y de que aquí es “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” (dixit Frederic Jameson). Lo cual inspira a desimaginar las narrativas típicas del Apocalipsis e invita a romper el runrún de los memes y el embrujo del don´t worry, be happy. Porque ahora mismo la utilidad del duelo no funciona como antaño. Ni la risa macabra se invoca para redimir las desgracias de la salud del pueblo. Y ni qué decir de la 4T, un discurso edificante ya moribundo. ¿Entonces para dónde ir?

Una frívola tentación es exhortar al Absurdo, a jugar un poco con la adrenalina o decantar la ilusión a través de un pirrónico desahogo. Cualquier cosa de éstas desde una estética de la crueldad. Sólo que un juego así es la barbarie. Pesa. Pero si quisiera atentar contra el protocolo del Nuevo Orden Mundial lanzaría al carajo mi confucianismo o estoicismo y las angustias serían una especie de polietileno-tereftalato cualquiera. Así que no, eso no.

Aquí la pregunta que más agobia, luego de oír los informes COVID-19, es saber cómo viviremos después de la pandemia. Cuál será el “verdadero aprendizaje” del 2020 no es la cuestión filosófica que más nos hunde, sino cómo será la vida después de ese después que imaginamos. Lo peor sería adueñarse de discursos indolentes, sensacionalistas o hiperracionalistas. Quien opta por alguno de estos anda más quemado que la ceniza. Los tartufos que presumen de la Razón siempre me han parecido los que menos comprenden las limitaciones del logos. Sensacionalismo es lo que nomás no quitan los medios de comunicación de masas. ¡En todos está! ¿Y acaso la indolencia no es la flaca demostración de una parálisis de la vida sentimental? Qué tétrico es estar esperando una buena vacuna mientras miles de fachos, maquiavélicos y soberbios le soplan a la última vela disponible que alumbra el mundo.

Si estos discursos no son el lugar para la revaloración de nuestro ser-para-la-muerte, ¿entonces pa’onde? Quizá sea viable asomarse a las nuevas mitologías que deliran en otro arché universal, pero ya no de semen o átomos, sino más bien de bits, cubits y máquinas. Porque en el vientre del nuevo siglo el maquinismo quiere controlar. Lo ciborg invadió las cosmovisiones de manera perversa. Nick Land hace años se envalentonaba relacionando aceleración tecnológica y capitalismo, pero le faltó visualizar el momento donde un nuevo y zalamero panteísmo situaría a computadoras y chatbots como centro de (casi) todas las cosas. Y así está preñado el nuevo mundo, el mundo constipado, de comida chatarra y, como diría Rem Koolhaas, de espacios basura; así, de profesionales del ocio y el rendimiento desmesurado. Si “el hombre es el sueño de una sombra”, como escribió Píndaro, con tono severo, ese sueño probablemente sea el Deus Ex Machina, el de aquel tecnodios redivivo engendrado en el ciborg. Y esto tiene un problema: que confunde lo inanimado con fantasías eróticas, que toman fuerza como ilusión totémica. (Es tecnofilia portátil, lo sé.)

Por desgracia, los trampantojos van más allá de la pintura. Cuando pienso en la tierra de los nadie, ¡pst!, esta imagen amedrenta mi esqueleto. Porque cuando todo marcha con el peso de los chorromil siglos pasados, surgen hombres que no quieren, ni saben, sufrir lo sufrible. El emprendedurismo urbano e insepulto lo llama “coaching ontológico”. A riesgo de exagerar, únicamente diré que me paniquea su alcance social, su optimismo dinamitero. Y el problema es que se elevan al elenco sofístico por su obsesiva misión de persuadir lo bueno, lo maravilloso, lo superable. ¡Uy! ¿Por qué no radican la importancia de la infelicidad o la pesadumbre? ¿De dónde tanta fobia por quitarla? Esa happycracia que hay detrás de todo esto es acéfala. Porque entendámonos, la condición humana requiere de crisis, de perturbaciones, de miserias, de hispánicas batallas. Esos nadie -que somos todos, desde cierta óptica-requerimos de soledades transparentes. Pero las apariencias se imponen.

Entonces, de no haber un puerto sin afrentas sociales, sin jiribillas, el terreno que queda por revisar constituye el más evaporable de los paisajes actuales: las lágrimas. Como dijera Tom Lutz (2001), en su conocida historia del llanto, además de permanencia hay evanescencia en las lágrimas. Y aunque a veces uno quisiera danzar la muerte con lo macabro, la urgencia de defender la vida con el llanto es única. ¡Es intransferible! Llorar es mandar un recadito al futuro, poseer el tiempo desposeído de piel y de tacto. Digamos que las sensaciones de vacío se encaran mejor si el cuerpo las manifiesta. You know! En algunos momentos yo creo que ese es finalmente el cuidado de sí: el saber, de pronto, plantar el dolor de esta tierra en lo que originalmente bombardeó la vida, con el líquido vital, la escala trófica.

Estamos lejos de conocer las últimas lágrimas del mundo, pero es cuestión de tiempo para arruinarlas. El sentido del llanto se va. No acabamos de llorar bien un problema, cuando, en fin, ya la propia realidad nos arroja otra pena. La pandemia ha sido una singular donataria, puesto que ha provocado un mar de sensaciones nuevas, gestadas en otra forma de producir fantasía, mímesis y sentimentalismo, desde la nostalgia desproporcionada del tacto y el imperio de las pantallas (o, como twitteó Margo Glantz, “zoomisión”). Después de la pandemia quizá lo que vendrá sea una nueva educación estética. Ni quién lo dude. Pero, sin saberlo, el principio detonador del estado anímico es el padecimiento de las potencias corporales. Ya que, en buena medida, la nueva (a)normalidad se apoya en una suspensión de la figura del cuerpo, cuya presencia irradia toda sociedad. Y no lo olvidemos, el cuerpo que se sabe confinado corre el peligro de ensimismar sus pasiones más acuosas.

El meollo de estas divagaciones es que el patetismo del llanto puede auxiliar la sensación de riesgo metafísico -con nosotros mismos- durante la pandemia. Pero no es fácil sostener estas palabras cuando estamos repletos de basuras, informáticamente distribuidas y políticamente asumidas; cuando la terquedad de la posmemoria, presente en las generaciones que transmitirán el sentimiento de duelo, vuelve más inhóspita la historia; cuando la voluntad de los inquisidores seculares nos quita el privilegio de morir bien; en fin, cuando todos los espacios abren enormes inseguridades. Es la vulnerabilidad que nunca se cierra y hace la vida sentidamente más aciaga y cabrona.

Lloro de pensar que estamos siendo esto si podemos estar siendo otra cosa… Y digo chale, la excepcionalidad humana -su ontología- está marcada por el Ser, por el mundo. No es rollazo, es realidad. Qué difícil no evocar un verso de Jorge Manrique (1994: 93), el sórdido ¡Oh, mundo! Pues que nos matas, porque mata hasta por tratar de comprenderlo. Es un lío, repercute. Pero al cuerpo trastocado durante meses de confinamiento, le ha tocado confirmar con el llanto las excepciones del no-ser, hermano del no-fundamento. O para decirlo directamente, uno no sabe lo que puede el llanto.

Pero quién sabe, no podemos olvidar con las lágrimas los ojos. Queda mucho por ver y mucho por hacer; mínimo hay que sobrevivir buscando el paradero de la esperanza fuera de sus lugares comunes. Para encontrarla, hay que superar las lágrimas de la conciencia desdichada por la pandemia. Y, de ahí, con la certeza del morir, hay que aprovecharla con la (otra) desgarradora y obscena certeza de que la tumba, siempre tan insondable, nos quiere debidamente despedidos. Hay que pensar en nuestra muerte, ya debemos cuidarla. Todos deberíamos tener el derecho a un morir digno -no en fosas clandestinas ni en fosas comunes- que cierre un ciclo de vida o, tal vez, que nos reintegre a la nada, al no-ser.

Autor: Ramsés Oviedo

Referencias bibliográficas:

Lutz, T. (2001). El llanto: historia cultural de las lágrimas. Madrid: Taurus.

Manrique, J. (1994). Obra completa. Edición de Jorge Garza Castillo. Barcelona: Fontana.

Déjanos tu comentario
Tags:

Tal vez pueda interesarte...