La carne es el cuerpo muerto de alguien que quería vivir

Con frecuencia escucho el título de este ensayo como una consigna: de mis conocidos, la leo en mantas y panfletos e incluso la grito en manifestaciones. Cuando regreso a casa luego de un evento de esta índole me es imposible pensar en comer. Una presión en el pecho y un vacío en el estómago en ocasiones me atormentan hasta el llanto y guardo silencio. No soy persona de fe, sin embargo, en días como esos cruzo las manos y pido perdón en nombre de la decadente humanidad.

Duele saber que a la hora en que me siento a la mesa, en otras casas y latitudes, un sinfín de animales yacen destazados en los platos de millones de comensales. Carne, se llama. Hasta hace poco entendí que esa palabra no es más que un eufemismo para no decir cadáver.

¿Por qué cuando se critica la violencia no se mira primero el infierno que supone para los demás animales vivir a expensas de la gula humana? El hombre es el único animal que mata por poder, disfraza su hambre y sed de dominio bajo la excusa de necesidad: se escuda bajo el paradigma “nutrición”, habla de proteínas e ingesta diaria necesaria cuando éstas no son exclusivas de la carne, usa verdades a medias convenientemente empleadas para evitar poner el tema sobre la mesa, lugar idílico donde pasamos horas entrañables de convivencia familiar y amistosa, qué irónico que el lugar que representa el punto máximo de la unión fraterna, donde se festejan cumpleaños, bodas, fiestas y cualquier logro de la vida humana sea también la culminación de la vida animal. El hombre mata y consume por placer en nombre de una “libertad de elección” que reserva únicamente para su especie.

Los procedimientos con los que extingue a los animales que reduce a “consumo” no se distinguen de cualquier tortura medieval o película snuff: pistolas de clavos apuntando al cráneo de borregos; cerdos cuyos cuerpos ensangrentados penden de ganchos filosos; sierras que cortan la yugular de vacas para considerarlas kosher; pollitos machos triturados que se convierten en cubitos de caldo de pollo, mientras que las hembras ponedoras son inyectadas con hormonas para alcanzar su desarrollo adulto tres veces antes que su estado normal, razón por la cual mueren a corta edad por obstrucción de cloacas por el número desaforado de huevos que las lleva también a padecer osteoporosis; lechones recién destetados castrados con un cuchillo caliente; otros bebés de la industria son las terneras, esos pobres becerros que se apartan de sus madres y se aíslan en jaulas para que no desarrollen músculos y su carne se mantenga tierna; ya ni hablar del ahogamiento de peces una vez que son sacados del agua, gritos sordos sobre proas teñidas de rojo de incontables barcos, mismos que entre la pesca de atún suelen también atrapar delfines, ballenas e incluso tiburones. Entretenimiento de primera para un sádico.   

Los granjeros le dicen “trabajo honesto” mientras aseguran amar a sus animales para luego matarlos en el patio trasero. Pienso en esa clase de “amor torcido” semejante a la Salomé de Oscar Wilde: princesa que pide como regalo la cabeza del profeta Juan Bautista, a quien dice amar. Ella, en medio del paroxismo de su posición de poder, le dice a la cabeza cercenada que morderá su boca como fruta madura. “¡Bien, Juan, yo aún vivo, pero tú, tú estás muerto, y tu cabeza me pertenece! Puedo hacer con ella lo que desee. Puedo arrojarla a los perros y a los pájaros del aire. Lo que dejen los perros lo devorarán los pájaros del aire… Ah, Juan, Juan, tú fuiste el único hombre al que he amado.” (Wilde. O., 2013:43)

Dominación disfrazada de amor. El mismo “amor” que proclama el torero por el toro, esa bestia que es adorada a tal grado que se hunde en su carne afiladas banderillas, que desangra, a quien le cortan rabo y orejas, a quien se provoca en conjunto con otros sádicos enamorados hasta matarlo. Amor, amor, amor.

¿Cuándo el ser humano se volvió ecocida en nombre del hambre? Es fácil afirmar que, desde el principio de los tiempos, una vez que el hombre conquistó el fuego, sin embargo, Luis Villoro, en su obra El pensamiento moderno (1992) menciona que la modernidad —concepto que según Bolívar Echeverría en Modernidad y blanquitud (2010) se refiere al conjunto de comportamientos en la vida social del entendimiento humano y que pretenden ser una alternativa civilizatoria superior a la tradicional durante la revolución tecnológica— se basó en la emancipación del hombre y el dominio que ejerció este sobre la naturaleza. Afirma que el mundo se ha convertido en un objeto, y el hombre en un sujeto cognoscente que va a investigarlo hasta amoldarlo y transformarlo en instrumento (Villoro, L., 1992).

La destrucción de la naturaleza en nombre del progreso ha degradado a los entes naturales como meros objetos de consumo. De modo que estos “solo adquieren el sentido que el sujeto humano les atribuye. El hombre deja de escuchar lo que tengan que decirle las cosas, para exigir que se plieguen al lugar que les señala en su discurso” (Villoro, L., 1992: 94) en nombre del capitalismo el ser humano se esmera en mantener industrias tan crueles como la peletera, y el manejo de plumas, la recreativa: “caza  deportiva”, tauromaquia, rodeos, palenques, peleas de perros y osos; circos, acuarios, zoológicos, que no son más que cárceles; la industria farmacéutica que mantiene prácticas tan deplorables como la vivisección, es decir, los experimentos, cirugías y estudios que se realizan con los animales vivos y conscientes; el llamado “comercio sexual” —zoofilia—; y el tráfico de especies exóticas, así como criaderos de animales “domésticos”, y muchas más actividades con el fin de disfrutar lo que, insisto, se aferra a llamar libertad: el en caso de la industria cárnica, se habla de una libertad conseguida a base de una desaforada oleada de muertes que fluye cual litros y litros de sangre derramada, libertad con gusto a dolor, nervios vísceras y huesos, y que reniega de su sabor verdadero tras ocultarse bajo una polvareda de especias, ahogado en un mar de salsas, consumido por las llamas de un infierno doméstico. Carne.

Se ha normalizado tanto la violencia que palabras como “matadero” o “matarife” son totalmente inocentes, un oficio humilde como cualquier otro, como el secuestrador, el violador o el narcotraficante. Personajes de la sociedad contemporánea, escenarios conocidos y al mismo tiempo ajenos, porque en casa, desde la tierna infancia, lo que no se ve no se nombra, y si no se nombra no existe. Así viví por muchos años y así muchos siguen viviendo, “pero es carne y sabe rico”, cuán deliciosa les parece la muerte.

Pienso en otros escenarios, ¿por qué una vez fallecido el Platero del escritor Juan Ramón Jiménez, ese burrito de algodón descansó en una tumba y dejó escapar su alma en una mariposa blanca? Si según las imperiosas necesidades de consumo humano ese burro debía haber sido aprovechado para un estofado familiar o un buen plato de chito. ¿En qué radica que Platero simbolice la amistad y la gallina degollada de Quiroga —y no me refiero a la niña— se reduzca a ser presagio o ensayo de una verdadera tragedia? Es una doble moral que construye lazos afectivos con unos sí y no con otros. Mi vecino comía carne de gato, una vez mi madre me lo contó, más como chiste que advertencia, pero no me causó gracia. Lo primero que pensé fue levantar una denuncia en la PROFEPA, pero no pasó nada… Cuando trabajé en un albergue de animales, mi jefa rescató una cocker spaniel de un restaurante coreano: la perra estaba medio ciega y tenía las patas deformes por vivir en una jaula, la usaban para parir crías que otros devoraron. El dueño se burló de mi jefa y su labor por considerarla ridícula, de la misma forma que en las manifestaciones los transeúntes tiran nuestros panfletos al suelo y se ríen de las gallinas, vacas o cerdos, incluso nos arrojan huevos sabiendo lo que para nosotros representa semejante burla para la vida animal. Creo que desde esa época dejé de prestarle atención a la comida. Para el humano es un bocado, al animal le cuesta la vida.

Pero los extremistas somos nosotros, no los que se tiñen las manos y la boca de sangre. Al respeto por la dignidad animal le dicen moda, un movimiento de hippies, sin duda el primer autodenominado hippie debió ser Pitágoras, quien instauró la dieta pitagórica cuatro siglos antes de Cristo, o mejor aún, los egipcios que se mantenían vivos a base de pan y cerveza tres mil años a C., y ya ni hablar de los hinduistas o jainistas, también predecesores ¿y quién se acuerda de los bonobos?, esos homínidos frugívoros y ancestrales con quienes también compartimos línea evolutiva entre cuatro y medio y seis millones de años atrás.

Nuestros antepasados comían carne, claro, somos criaturas omnívoras, pero no olvidemos que, en Atapuerca, los hombres del paleolítico tallaban y descuartizaban cadáveres humanos para su ingesta, igual que en el pozole prehispánico, hasta que en algún momento dejó de hacerse. ¡Pero no se puede dejar de matar animales porque así lo hicieron nuestros antecesores hace más de dos millones de años! Poco importa su capacidad de sentir dolor; o que en materia de salud pública México ocupa el primer lugar del mundo en obesidad infantil según la Unicef (2020) y segundo lugar global detrás de Estados Unidos; y ya ni hablar acerca de los establos de la industria cárnica como sitios idóneos para la proliferación de nuevos virus como el SARS-CoV-2 causante de la COVID-19, como explica Silvia Ribeiro en su artículo “La fábrica de las pandemias” (2020); menos importa que el gas metano que produce la ganadería es el gas de efecto invernadero que mayormente contribuye al calentamiento global.

Me parece una justificación triste remitirme a escribir sobre ecología o nutrición cuando debiera ser la ética el primer punto que invita al cuestionamiento de la matanza diaria de animales y la violencia que se ejerce hacia ellos, no en vano “Los asesinos seriales empezaron maltratando y torturando animales” como dijo Robert K Ressler, quien ha desarrollado algunos perfiles de asesinos en serie para el FBI. El resto de la población crecimos comiéndolos, pero unos gozan torturando y los otros no y ahí radica la diferencia. ¡Claro, al resto nos llegó la carne servida, a manos de nuestras madres!, ¡por supuesto que los “animales de granja” no han de sufrir mientras se les mata! Es un dolor que no se visibiliza, y no se escucha, de nuevo, no se ve y no se nombra y si no se nombra no existe, si cerramos los ojos y comemos poquita carne seguramente el animal está poquito muerto.

Nada que le importe al sujeto promedio, “¡vive y deja vivir!” me dicen a modo de excusa. Exacto, “vive y déjalos vivir”, respondo apelando a su lógica. “Comer carne es una elección” y se ríen orgulloso. Sí, la elección del verdugo. Entonces se callan.

Respetar la violencia es violencia. Uno decide en qué lado ponerse.

Autora: Carmen Macedo Odilón

 

Obras referenciadas

Echeverría, Bolívar. (2010). «Definición de modernidad» en: Modernidad y blanquitud. México: Editorial Era.

Jiménez, Juan Ramón. (2010). Platero y yo. México: Porrúa

Quiroga, Horacio. (2017). “La gallina degollada” en: Cuentos. México: Porrúa

Ribeiro, Silva. (2020). “La fábrica de pandemias” en: La fiebre. La Plata: ASPO

Villoro, Luis. (1992). El pensamiento moderno. México: El Colegio Nacional, F.C.E

Wilde, Oscar. (2013). Salomé. Madrid: Alianza Editorial.

Déjanos tu comentario
Tags:

Tal vez pueda interesarte...