Fiódor Dostoievski: el epílogo es la belleza

 

Existen por lo menos una docena de escritores imprescindibles en toda la historia de la literatura (quizá más, quizá menos, eso dependerá del ánimo y criterio del colega lector) y, sin duda alguna, entre ellos debe desfilar Fiódor Dostoievski.

Si bien, Harold Bloom en una ocasión dedicó todo un libro y estudio a la importancia de William Shakespeare en la literatura, cuyo punto de partida fue «la invención de lo humano», podría decirse que con Dostoievski lo humano tomaría su forma definitiva en la literatura por venir.

No es raro revisar algunas opiniones trascendentes como las de Nietzche, quien consideraba a Fiódor Dostoievski como el único psicólogo digno de leer, o de Sigmund Freud, quien dedicó una amplia serie de análisis psicológicos a las novelas del escritor ruso. Todo esto puede hacernos dirigir la mirada a un mismo punto: el dominio de Dostoievski sobre la sensibilidad humana.

Al indagar en sus obras, la estrecha relación entre la ficción y la realidad de Dostoievski se hace evidente. Por ejemplo, en Recuerdos de la casa muerta Memorias del subsuelo el autor narra los detalles de su detención en Siberia y su sentencia de muerte. Mientras que en El Jugador es la redención por su problema con las apuestas lo que marca el hilo conductor de la novela.

Como creador, estos aspectos apoyaron a Dostoievski para crear personajes profundamente atormentados, pero también congruentes con su desarrollo, incluso si éste está marcado por la compasión, la ira, la maldad, la bondad o la culpa. Son precisamente estos momentos los que hacen trascendentes sus relatos: aquellos en los que los personajes encarnan los extremos de sus sentimientos.

Se podría decir, sin temor de nadie a equivocarse, que Crimen y castigo Los hermanos Karamazov son las novelas cumbre de Fiódor Dostoievski. Éstas no sólo muestran la calidad del escritor por la composición y desarrollo de sus personajes, sino que también son ejemplos ideales de sus tesis ante la vida.

Y es precisamente la primera en la que el autor ofrece al lector una de las lecciones más deseables que podemos encontrar en la literatura. En el epílogo de Crimen y castigo, tan criticado en su momento, el atormentado Raskólnikov expía su culpa mientras cumple su condena final en Siberia, pero también se le revela la belleza natural de estar vivo y un futuro que siente en lo más profundo de sí.

Su amor por Sonia y la promesa de matrimonio son las extensiones de lo que Raskolnikov proyecta de sí mismo y lo que convierte su final en una eterna promesa literaria: amar la vida incluso más allá de las condenas, pues al final siempre puede quedar un mañana. Este fragmento ilustra mejor lo expuesto:

Además, ¿qué significan ya todos esos sufrimientos del pasado, todos? En un primer arrebato, todas las cosas, incluso su crimen, incluso la sentencia y el presidio, le parecían fenómenos ajenos y extraños que ni siquiera tenían que ver con él. Aunque lo cierto era que esa noche no podía pensar coherentemente mucho tiempo, no podía concentrar el pensamiento en nada. Aparte de que tampoco había podido resolver nada conscientemente; sólo era capaz de sentir. La vida había desplazado a la dialéctica, y en su consciencia debía generarse algo totalmente distinto.

[…]

Raskólnikov no sabía que esa nueva vida no se le vendría a las manos en balde, que habría que pagarla cara y le costaría una gran proeza en el futuro…

Pero aquí arranca otra historia, la historia de la gradual renovación del hombre, la historia de su regeneración gradual, de su gradual transición de un mundo a otro, de su iniciación en una realidad totalmente desconocida hasta entonces. 

Bajo esa misma línea, Albert Camus interviene en un interesante diálogo de Los hermanos Karamazov sobre el sentido de la vida. En él, Iván dialoga con Aliosha sobre la relación entre el sentido de la vida y el vivir en sí:

Iván: ¿Sabes lo que me estaba diciendo hace un instante? Que si hubiera perdido la fe en la vida, si dudara de la mujer amada y del orden universal y estuviera convencido de que este mundo no es sino un caos infernal y maldito, por muy horrible que fuera mi desilusión, desearía seguir viviendo. Después de haber gustado el elixir de la vida, no dejaría la copa hasta haberla apurado.

A los treinta años, es posible que me hubiera arrepentido, aunque no la hubiera apurado del todo, y entonces no sabría qué hacer. Pero estoy seguro de que hasta ese momento triunfaría de todos los obstáculos: desencanto, desamor a la vida y otros motivos de desaliento. Me he preguntado más de una vez si existe un sentimiento de desesperación lo bastante fuerte para vencer en mí este insaciable deseo de vivir, tal vez deleznable, y mi opinión es que no lo hay, ni lo habrá, por lo menos hasta que tenga treinta años.

Ciertos moralistas desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza centrípeta en el planeta, Aliosha.

Uno quiere vivir y yo vivo incluso a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero lo sigo admirando por costumbre… Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen muy bien… Oye, Aliosha: quiero viajar por Europa. Sé que sólo encontraré un cementerio, pero qué cementerio tan sugeridor. En él reposan ilustres muertos; cada una de sus losas nos habla de una vida llena de noble ardor, de una fe ciega en el propio ideal, de una lucha por la verdad y la ciencia.

Caeré de rodillas ante esas piedras y las besaré llorando, íntimamente convencido de hallarme en un cementerio y nada más que en un cementerio. Mis lágrimas no serán de desesperación, sino de felicidad. Mi propia ternura me embriaga. Adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul. La inteligencia y la lógica no desempeñan en esto ningún papel. Es el corazón el que ama…, es el vientre… Amamos las primeras fuerzas de nuestra juventud… ¿Entiendes algo de este galimatías, Aliosha? -terminó con una carcajada.

Aliosha: Lo comprendo todo perfectamente, Iván. Desearíamos amar con el corazón y con el vientre: lo has expresado a la perfección. Me encanta tu ardiente amor a la vida. A mi entender, se debe amar la vida por encima de todo.

Iván: ¿Incluso más que al sentido de la vida?

Aliosha: Desde luego. Hay que amarla antes de razonar, sin lógica, como has dicho. Sólo entonces se puede comprender su sentido.

[…]

Camus: Hay que amar la vida antes de amar su sentido, dice Dostoievski. Sí, y cuando el amor a la vida desaparece, ningún sentido puede consolarnos.

Para Camus, Fiódor Dostoievski revela el aquí y el ahora, la vida con todas sus imperfecciones y nos invita a amarla antes que comprenderla. Sólo entonces, la belleza será revelada, y el lector, al igual que un Raskólnikov, verá la vida por primera vez a pesar del castigo.

En sí, los personajes en las obras de Dostoievski son un manantial de emociones, de escaparates a nuestros más profundos o elevados sentimientos. Pero también son el ejemplo claro de que los relatos continúan aún después de cerrar un libro, pues la condición humana en ellos jamás se detiene.

Como el amanecer del solitario narrador de Noches blancas o la expiación de Raskólnikov en Siberia, los epílogos de Fiódor Dostoievski encierran la esperanza y la belleza que brinda naturalmente la vida, pues el mañana, como el escritor ruso nos ha demostrado, será también nuestro. 

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