¿El camino a la locura está en los libros? Una reflexión de G.K. Chesterton

 

En la historia de la humanidad, la locura y la literatura parecieran ser dos caras de la misma moneda. Como tal, la ficción es nutrida tanto por la vida real como por la imaginación de la persona que crea. Por su lado, en la poesía la relación entre creación y locura es todavía más estrecha, quizá por la proximidad del poeta como un puente que une al mundo interior, el de los sentidos y sentimientos, con el exterior, el de la cotidianidad.

Así pues, no es extraño pensar que uno de los pilares literarios de occidente, Don Quijote de la Mancha, base gran parte de su historia en la relación de su protagonista con la locura y el mundo. La visión del ingenioso hidalgo parte de un hecho memorable para todos los lectores: la insaciable lectura. Es por culpa de los libros de caballería que Don Quijote sale en su rocín flaco en busca de justas y aventuras, tal como los libros le enseñaron. 

A partir de entonces, Alonso Quijano pasa de ser un hidalgo retirado a un caballero andante, cuyo camino está marcado por la locura, sí, pero también, y sobre todo, por lo literario.

¿Es entonces la literatura el medio responsable de conducirnos a la locura? ¿Qué culpa comparten los libros como mensajeros de la pérdida de la razón? Tal vez uno de los autores que con mayor humor tomó la relación de las letras con la locura fue el británico Gilberth Keith Chesterton. Para él, la locura no es otra cosa que una visión más lógica del mundo, con sus propias reglas y conclusiones prácticas. Sobre esto, en 1901 escribió su ensayo “La locura y las letras” en el que brinda una visión paradójica de esta condición. A continuación puedes leer un fragmento de este texto:

Los libros, como todos los demás objetos que son amigos del hombre, son capaces de convertirse en sus enemigos, de rebelarse y aniquilar a su creador. El espectáculo de un hombre hurgando febrilmente a través de los misterios de un panfleto de hojarasca, en papel ajado, que le cabe dentro del bolsillo, tiene la misma irónica majestad de un hombre atropellado por una locomotora. El ser humano recibe un supremo cumplido aún en su muerte: en cierto sentido, muere por su propia mano.

Esta cualidad diabólica de los libros existe; la locura está al acecho en las bibliotecas tranquilas, pero la naturaleza y esencia de esa locura sólo puede definirse aproximadamente. A nuestro parecer, una descripción general de la locura podría ser que consiste en preferir el símbolo a lo que éste representa. El ejemplo más obvio es el maniático religioso, en quien la adoración del cristianismo implica precisamente la negación de todas las ideas de integridad y caridad que el cristianismo defiende. Pero hay muchos otros ejemplos. El dinero, por ejemplo, es un símbolo; simboliza el vino, los caballos, la ropa elegante, las casas de lujo, las grandes ciudades del mundo y la quieta vivienda junto al río. El avaro es un loco porque prefiere el dinero a todas estas cosas; porque prefiere el símbolo a la realidad. Mas los libros son también un

símbolo, representan la impresión que el hombre tiene de la existencia, y puede sostenerse al menos esto: que el hombre que ha llegado a preferir los libros a la vida es un maniático del mismo tipo que el avaro.

Un libro es, sin duda, un objeto sagrado. En él están las mayores joyas encerradas en el cofre más pequeño. Pero eso no altera el hecho de que cuando se valora más el cofre que las joyas ha empezado la superstición. Éste es el gran pecado de idolatría contra el que la religión nos ha advertido tanto. En el amanecer del mundo, los ídolos eran toscas figuras en forma de hombres o animales, pero en los siglos civilizados perduran en formas todavía más bajas que ésas, en forma de libros, porcelana azul y tiestos viejos. Se ha escrito que los dioses del cristiano son el cuero, la porcelana y el peltre. La esencia de la idolatría es la misma.

Existe idolatría donde quiera que aquello que en un principio nos proporcionaba felicidad haya pasado en último término a ser más importante que la felicidad misma. La ebriedad, por ejemplo, puede describirse razonablemente como una afición absorbente. Y la ebriedad, cuando se la comprende realmente, en su realidad interior y psicológica, es un ejemplo típico de idolatría. La intemperancia esencial comienza en el punto en que la forma incidental de placer que se deriva de un determinado artículo de consumo pasa a ser más importante que todo el vasto universo de placeres naturales, que en última instancia destruye.

[…]

Esto es idolatría: la preferencia del bien incidental sobre el bien eterno que éste simboliza. Es el empleo de un ejemplo de la imperecedera bondad para confundir la validez de otros mil ejemplos. Es la elemental herejía matemática y moral que afirma que la parte es mayor que el todo. En este sentido, la bibliomanía puede convertirse en una especie de ebriedad. Hay cierto tipo de hombres que en realidad prefieren los libros a todo aquello con que se relacionan los libros, a los hermosos lugares, a los actos heroicos, a la experimentación, a la aventura, a la religión. Leen sobre estatuas semejantes a dioses, y no se avergüenzan de su propia dispersa y desmañada fealdad; estudian los testimonios de actos abiertos y magnánimos, y no se avergüenzan de sus propias vidas secretas y egocéntricas. Se han convertido en ciudadanos de un mundo irreal y, como el hindú en su paraíso, persiguen con lebreles de sombras a una gacela de sombras. Y por ahí va la locura.

En el limbo de los avaros y los borrachos, que es el limbo de los idólatras, puede encontrarse a muchos catedráticos. Aquí, como en casi todos los problemas éticos, la dificultad se deriva mucho menos de la presencia de alguna inclinación viciosa que de la ausencia de algunas virtudes esenciales. Las posibilidades de desarreglo mental que acarrea la literatura no se deben tanto al amor a los libros como a una indiferencia hacia la vida y hacia el sentimiento y a todo aquello que registran los libros.

Para Chesterton, el bien de los libros viene acompañado de un entramado viaje a la sabiduría, pero que puede ser desviado por la idolatría. Así pues, leer, además de un acto de placer, debería ser también un acto de construcción personal. Aprender de la vida por medio de los libros y ver con nuevos ojos la realidad es, según Chesterton, el primer paso para ser personas del mundo y del Universo. 

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