Chesterton, el paladín del humor y la paradoja

 

Hace unas semanas encontré un libro de Gilbert Keith Chesterton de remate en el tianguis cerca de mi casa. Era El hombre que fue Jueves con prólogo y traducción de Alfonso Reyes. La dueña del puesto con mala cara de domingo por la mañana extendió la mano para ver el estado del libro. Después de una ojeada de menos de dos segundos sentenció: 20 pesos. Era el primer libro que conseguía del británico y, debo admitir que, aunque no podía creer la suerte que tuve de encontrar una oferta como esa, no dejaba de sentir una especie de culpa por llevar a Chesterton de remate junto a mi kilo de manzanas y mis dos bolsas de nopales. Algo de sustento para la semana laboral por menos de 50 pesos.

Después de unos días, terminé la novela y además de los divertidos enredos de Gabriel Syme y la sociedad de anarquistas con apodos de días de la semana, lo que venía a mi mente eran las maneras en que Alfonso Reyes se expresó de Chesterton: “dibujante cómico de singularísimos dotes”, “Es poeta, verdadero poeta, de un modo valiente y personal”, “Quiere a toda cosa hacer milagros. Es, en todo, un escritor popular”.

¿Qué podía hacer tan especial a G.K. Chesterton para que alguien como Alfonso Reyes se expresara así de él? ¿Acaso era sólo por sus dotes como narrador del género policiaco o en la obra de Chesterton había algo más que conspiraciones terroristas? Algo que me daba un indicio de ello era la mención de Reyes a que los ensayos de Chesterton no han podido ser reunidos por el Museo Británico.

Entonces, ¿de qué tamaño sería la vasta obra de Chesterton y qué tanto podía encerrar su pensamiento? Como buenos autores que son, ni Reyes ni el propio Chesterton me dieron la respuesta en el único libro que tenía al alcance. Fue entonces que, transcurridos los días, pude hacerme con una selección de ensayos de Chesterton preparados por el poeta Wystan Hugh Auden, en los que, para mi sorpresa, encontré varias voces que formaban la figura de aquel bonachón y rechoncho personaje que sostiene un bastón con la mirada escéptica.

Algo que admiro de varios autores es su capacidad de saltar entre géneros y enmascarar el estilo por el que se hicieron relevantes. En el caso de Chesterton, se puede decir que en varios de sus textos, el camuflaje sólo sirve para ampliar esa amplia galería de ideas que era el pensador británico. Fue ahí que descubrí al otro Chesterton, al paladín que por medio del humor defiende la vida y sus ideales.

Podría decir que G.K. Chesterton fue autor de relatos policiacos, periodista diurno de casi tiempo completo, poeta, pensador, pero sobre todo, un ensayista mordaz. Como lector, uno puede acercarse, quizá sin saber, que el crisol llamado G.K. Chesterton crea personajes capaces de descifrar enigmas que se presentan como sobrenaturales, pero también construye paradojas que tienden a tener su solución en la “ética del país de los elfos”.

Desde su afán de no asumirse como escritor, Chesterton alguna vez comentó que sólo era un “periodista jocoso”. Algo de modestia, sí, sobre todo si pensamos en los temas que tanto le interesaron: la religión, la vida, la locura y la razón. Pero también está ese otro Chesterton que bien pudo llenar varias enciclopedias con sus reflexiones sobre la cerveza, las pesadillas o los cuentos de hadas. Una paradoja de pensador, como su legado lo anuncia en sus libros.

Es precisamente la paradoja lo que le da al autor esa categoría de hombre moderno. Chesterton tenía una suspicacia inigualable para mirar los problemas en los hechos más comunes y brindar soluciones desde lo popular. Es conocido su postulado sobre la locura, donde el propio problema es la razón. Para Chesterton, el loco es una persona que vive viendo una conspiración en las cosas más triviales: pisar el pasto, chocar los talones, mover una silla. Pero es precisamente porque la locura se deshace de todo obstáculo y no queda más que un complejo mapa mental con múltiples uniones.

Debo admitir que la obra y pensamiento de Chesterton despertaron más mi curiosidad al conocer su postura religiosa. Más allá de estar de acuerdo o no con sus ideales católicos, uno como lector debe admitir que frente a sus ensayos nos encontramos en completa desventaja para limitarnos a ser sólo espectadores. No dejo de pensar en G.K. Chesterton como un catedrático que dicta clase o un sabio popular que se reúne en una plaza a compartir sus reflexiones con cuanto peatón se aparezca por ahí. Y supongo que ese era el objetivo de Chesterton: un lugar público para todo el público.

Tal vez estamos acostumbrados a que los ensayos tomen con gran seriedad los temas que desarrollan, pero con Chesterton esa línea se desdibuja para entrar a una conversación de pub inglés. Chesterton no es el escritor riguroso, la mayor parte de sus textos están escritos para que cualquiera pueda leerlos; pero sí es el pensador metódico y quizá hasta tramposo para hacernos dudar de nuestras propias certezas. ¿Qué mejor manera de hacernos cambiar de parecer que un chiste ligero?

Borges fue un gran admirador de su estilo y Alfonso Reyes un diseccionador de sus carismáticas letras. Una tercia de autores que provienen del mundo de la fantasía. Realmente después de estas anotaciones sobre G.K. Chesterton me pregunto: ¿qué hubiera pensado el inglés sobre la pandemia? Y la primera idea que viene a mi mente es una divertida reflexión sobre los tipos de cubrebocas que usa la gente, o una larga apología a quedarnos en casa basada en los castigos quiméricos de los cuentos infantiles.

La herencia que Chesterton dejó a sus lectores, aún a 85 años de su fallecimiento, es esa capacidad de ventilar nuestras ideas. La lucidez no está peleada con el humor y eso Chesterton lo sabía muy bien. Tampoco la fantasía debería pelearse con la razón, porque, siguiendo a nuestro bonachón inglés, descubriremos que los valores que perseguimos pertenecen a un plano más cercano al país de las hadas. Leer a Chesterton es descubrir la cordura en los relatos de Poe, Borges, Reyes e incluso de los Grimm. Quienes no estén listos para pactar con los mitos, Chesterton no es para ellos. 

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