Nacho Vegas, de la enfermedad a la ternura

 

Estar enfermo no es algo de lo nos enorgullezcamos, pero tengo la sensación de que muchas veces nos avergonzamos de ello. Sobre todo si se trata de padecimientos poco comprendidos, como la depresión y la ansiedad, aunque eso sí, muy comunes. Quizá sea nuestro contexto, la cultura o en general las estructuras en las que vivimos, lo cierto es que no hay más remedio que aceptar la responsabilidad por nosotros mismos y seguir, siempre seguir, así sea arrastrándonos como dice Nacho Vegas en «El don de la ternura».

Es fácil olvidar que estamos solos, irremediablemente, pero también que no lo estamos. Vamos de la soledad a la compañía sintiéndonos ajenos a nosotros en una u otra, como una ráfaga de viento libre, pero sin dirección. Cuando hay un desequilibrio en la forma en que vemos nuestras relaciones con el mundo, se altera la percepción de algo que es una misma cosa. Lo individual y lo colectivo son parte de nosotros, pero no siempre lo vemos así. Hoy en día es bastante común sentirse desconectados de la realidad; el ritmo de vida, las expectativas que se vierten sobre nosotros, los miedos e inseguridades, la soledad y la incomprensión nos han llevado a una especie de vacío que asociamos, por ejemplo, con la enfermedad.

Pero quizá la verdadera causa de todo esto sea mucho más profunda. He estado tratando de hallar una explicación, pero no sé cómo hacerlo sin teorizar algo que para mí ahora solo puede ser subjetivo. El mejor ejemplo que encuentro para tratar de entenderlo es Nacho Vegas; a lo largo de su trayectoria musical ha ido pasando de un contenido íntimo y personal a uno de protesta social, pero en realidad esta última ha estado presente desde sus primeras canciones.

Y yo no lo entendí hasta hace unos días, cuando asistí al concierto que ofreció en el Teatro Metropólitan de la Ciudad de México. Me costó muchísimo no sentir los estragos de la ansiedad en un sitio donde todo es expectativa, movimiento e interacción, pero fue aún más la desazón de no poder sentir nada, de aceptar que nada me unía a quienes estaban ahí por las mismas razones que yo. Y es que mucho tiempo creí, egoístamente, que la música me pertenecía y que nadie podía vivirla como yo. Me pasé la noche buscando un rostro a quien culpar por lo que sentía o lo que no lograba sentir.

Llevo ocho años y medio viviendo en una tumba. Busqué de todas las maneras posibles purgar los pecados que creía eran la causa de mi malestar; he cometido errores, muchas veces elegí el dolor antes de enfrentarme a la nada, o a mí; he cambiado y le he dado lo mejor a las personas que amo, aunque eso implicara o me impidiera pensar en mí; he culpado a mi padre, a mi madre, a todo aquel con quien compartí directa o indirectamente esta tristeza. Pero en realidad nada de eso me ha dado paz, sigo despertando como si sobre mi cabeza pesaran diez toneladas de asfalto, cada mañana, durante ocho años y medio ha sido así. 

Puede que detener el tiempo sea posible, pero no si nos hallamos en la trampa mortal de melancolía que narra Nacho Vegas en la canción “Ocho y medio”: ahí no existe la razón, no hay lógica y todo duele. En un primer momento de la enfermedad nos concentramos en las cosas que vamos perdiendo hasta que dejamos de reconocernos y a pesar de saber que tendríamos que pedir ayuda, nos limitamos a observar el desastre y sentir. No hay después. 

Nada es personal, nada nos pertenece, incluso compartimos la falta de fe y el cansancio que nos hace ir por la calle con los hombros caídos o ir al concierto de un hombre que va a dar un espectáculo de su propio dolor. Si alguien tiene la culpa no soy yo ni quien está a mi lado o arriba muy lejos de mí coreando sus canciones favoritas; no, la culpa es de una enfermedad hace tiempo instalada en nuestras mentes. No obstante, y sorprendentemente, hay algo que no hemos perdido, que como bien dice Vegas es el don de la ternura.

¿Qué pasa cuando logramos mirar alrededor y nos damos cuenta de que no somos los únicos, pues vivimos en una ciudad que parece empeñada en volvernos seres oscuros? Creo que una de las claves para sanar es lograr actuar, aunque no siempre es fácil, hacerlo puede tomar años. Salir de uno mismo y darse cuenta de que hay otros como nosotros es algo que parece obvio, pero no lo es y cuando logramos verlo, también podemos vernos desde otra perspectiva. Esa es la lucha que narra Nacho Vegas en “Ciudad Vampira”, y la victoria se resume en una frase: “Yo me creía muerto, pero hoy sé que estoy vivo y que concibo otro lugar”. Y a eso, creo, ha ayudado la “nueva normalidad”, la vuelta a las calles y a la interacción, a sentir a menos de dos metros las emociones de quienes han vivido sus propias muertes, su propia angustia, su propio abandono.

Nacho Vegas siempre le ha cantado a esa parte oscura del ser humano, pero también a la luminosidad que nunca nos han hecho perder. Porque todos habitamos el mismo mundo en destrucción y todos hemos estado convencidos alguna vez de que es imposible movernos. Y es que en cierto sentido todos estamos solos, aunque también hay pequeños destellos de conexiones con otros. No hay mejor manera de comprobarlo que cuando nos volvemos parte de una masa, sobre la cual puede decirse mucho negativo o positivo, por ejemplo, la toma de conciencia de que somos algo más que la enfermedad o el hastío de las mañanas.

Al final sí me sentí comprendida cuando cientos de voces entonaban los versos de “La pena o la nada” y aseguraban que entre el dolor y la nada también habían elegido el dolor; o cuando alguien más comprendió la frase de esa icónica “La gran broma final”: “cuando no es posible ser feliz y te asustas como un animal”; o cuando todos gritamos en “El hombre que casi conoció a Michi Panero” con un impulso animal y como seres que casi son, que le rezamos a un dios que nos prometió que cuando esto acabe no habrá nada más…

En tanto, estamos aquí, heridos y de pie, somos capaces de perdonar, de pensar en los demás, de marcharnos cuando hacemos daño, de cuidarnos a nosotros mismos abrazando esa enfermedad; de saber que sí, como es arriba es abajo ¡y qué verdad! Y así como hubo un Big Bang, vendrá el Big Crunch, que nos encontrará llenos de cicatrices, pero orgullosos de ello y con la frente y el corazón en alto, como esa vez que cantamos junto a Nacho Vegas al vacío y a la ternura hasta que se nos quebró la voz y el mundo se derrumbó, pero a cambio obtuvimos los versos de “El don de la ternura”: “No hay victoria que sea final ni derrota total”.

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