Mujer que teje de noche – José de Jesús López Avendaño (México)

 

—Por ahí se fue, compadre, nada más fueron unos minutitos en los que la vi… Pero… ¡verá que estoy bien satisfecho!

Se trataba de un tipo gordinflón que señalaba la callejuela situada en la parte derecha del palacio municipal. Andaba sudoroso. Era época de lluvias, aunque ninguna se había presentado. El calor calcinaba las calles y la resolana achicaba los espíritus.

—¿Y cómo dices que la viste? La otra noche no te entendí por lo enredado que decías todo.

—Mire, compa, salí de “La escondida”, serían eso de las diez u once de la noche. No le miento, apenas me tomé unas cuantas, nada serio. Al salir tuve que caminar esta parte porque es donde encuentro más taxis. Aunque había bastante luz en el palacio, no llegaba al callejoncito. Iba caminado todo tranquilo y que de pronto siento que me hablan. Nachito, ven Nachito. Una voz chula, de mujer. Una voz así de rumorosa como las olas. Pensé que era una señorita de la noche. Usted me entiende, compadre.

—No me guiñes, te comprendo.

—Entonces me acerqué, por si lograba tener algún encuentro más confortable. Ya sabe, la Rosita no ha andado muy complaciente estos días y uno siempre anda de querendón. En eso, que veo entre las sombras y alcanzo a ver a una muchachita. Tendría sus veintitantos, ojitos cafés, cuerpo bonito, menudo, como me gustan. Me sonreía coqueta. Yo bien feliz iba todo confianzudo para preguntarle la tarifa. Pero entonces…

—Pero entonces… ¿qué?

—Sentí un escalofrío.

—¿Escalofrío?

—Sí. Luego me espanté, figúrese ¿cómo va a hacer frío en esta época? Ni siquiera ha caído la bendita lluvia. Todos andan con sus ventiladores en las casas, los que venden nieve acaban pronto los helados, las paletas de hielo no abundan. Por eso, con lo del escalofrío, me quise regresar. La muchachita se dio cuenta de que yo ya no quería nada, porque se me acercó rápido al igual que vendedor que se le va el cliente. Escondía la mano derecha, la tenía en la bolsa de la falda.

—¿Y luego qué pasó? Se me hace interesante todo lo que me cuenta. Está mejor, más entendible que lo que me dijiste por teléfono esa noche.

—Esa noche estaba hecho un fiasco.

—Entonces continúa, por favor.

—Pos’ que me agarró del brazo. Andaba toda fría, parecía que la habían sacado de un refri porque no era común. En eso que me dice: “Son doscientos pesos, mi vida. Ándale, te la vas a pasar en el cielo”. Me quedé callado, el mareo de los tragos se me iba pasando pero sentí que algo no cuajaba. Uno se da cuenta cuando va a pasar algo más, una tragedia.

—A mí no me pasa. Al contrario  de  ti, soy bastante distraído; por ejemplo, si mi mujer me engañara con otro, no lo sabría sino hasta verla con el tipo. Así de pendejo soy.

—Bueno, ya lo dijo, compadre, eso es de usted…

Los dos tipos rieron al mismo tiempo. El sol andaba con toda su fuerza, pero pese a esto conversaban bien; se refugiaban bajo la sombra de unas plantas de mango.

—Síguele con tu historia.

—La muchachita no sacaba la mano de la bolsa. La verdad sí se me antojaba pasar un ratillo con ella, pero me daba desconfianza que no le viera la otra mano, hasta imaginé que la tenía mocha. Andaba pensando esto, cuando a lo lejos escuché el sonido de unas botellas que se quebraban, algún camarada las debió haber tirado cerca. Volteé y aproveché para ver la hora en el reloj del palacio, eran casi las doce y pensé que Rosita ya debería estar preocupada. Me giré de nuevo para hablarle claro a la piruja que no iba a haber trato, que deseaba ver a mi mujercita, pero ya no estaba. La busqué. Abrí los ojos como tecolote hasta que la pude distinguir. En una esquina, una cosa oscura, negrísima, se escondía. Distinguí la forma de unas patas feas, con pelitos.

—Como una araña.

—¡Exacto, compadre, como una araña! Me dio harto miedo. Después me llegó un tufo, algo así como carne echada a perder. Ni corto ni perezoso, lo que hice fue echarme a correr hasta salir del callejón e irme por el taxi.

Se detuvo de súbito y tragó saliva.

—Y bueno, esa es la historia. Usted que es licenciado de seguro encontrará alguna razón. A lo mejor me dirá loco o qué sé yo, pero todo es la mera verdad.

—Te creo, Nacho. Hasta me dieron ganas de ver a la mujer araña.

—¡¿Cómo?! ¿Qué no le da miedo encontrarse a esa piruja?

—Sabes cómo soy de curioso a veces. Es más, vamos por unas, en el bar te comento qué se me ocurrió.

El otro encogió los hombros.

Se fueron a perder al bar “La escondida” situada a unas cuadras del palacio municipal. Bebieron, fumaron, se divirtieron. Mataron algunas horas hasta que llegó la noche. No fue mucho lo que tomaron. El compadre, a diferencia de Nachito, era más asiduo al cigarro, al humo.

A Nacho le gustaba frecuentar esa cantina por las meseras “todas norteñas”. Decía: “bonitas como las de ninguna otra parte”. Al compadre nada más le daba risa que elogiara a las mujeres del norte.

—Pero si aquí también hay bastante de dónde mirar— respondía.

Se sentaron cerca de la barra para apreciar más de cerca a las susodichas.

—¡Mija, tráigase una botellita de whisky y unos hielos!– llamó a una de cinturita y cabello rizado.

La muchacha asintió guiñándole al cliente.

—¿Ya ve, compa? Aquí sí lo atienden bien a uno. No como en la casa que siempre le encaran que por no traer dinero o llegar tarde. Extraño mi bendita libertad.

—Pues sí, pero aquí a ellas le pagan.

Nachito puso cara seria. Después, se sirvió un trago.

—Y cuénteme, ¿qué idea le pasó por la cabeza?

El compadre sonrió. Para no llamar la atención, le hizo una seña al otro para que se acercara. De entre la ropa asomaba el cañón de un revólver.

—¡Újule! Me sorprende, no le creí capaz de cargar algo así. Pero ahora ya caigo en la cuenta de lo que hará. Pero… ¿Usted cree que va a funcionar? Nunca escuché que a un ánima, bruja o nahual se le enfrente con arma de ateo.

—Habrá que probar, además no se pierde nada.

—Y luego qué arma carga, se nota que está chapado a la antigua.

El compadre ocultó el revólver. En el fondo sonó A través del vaso y Nachito se puso a cantar, contagiando por ratos al otro que no soltaba la cajetilla ni el encendedor.

De salida, se fueron caminando. Don Nacho tomó un taxi afuera del bar para no repetir lo de aquella noche.

—Tenga cuidado— le dijo antes de subirse al Tsuru amarillo.

El compadre asintió. Sin esperar tanto, se fue decidido hacia el callejón. Miró el reloj del palacio. Aún faltaba para la medianoche, así que hizo tiempo sentándose en el parque acompañado del rumor de los árboles de mango.

Una voz quedita, frágil, como de viento distante, llegó para sacar al compadre de su calma. José, Josééé¿No oyes que te llamo? Los árboles quedaron quietos. Parecía que las hojas habían ocultado su baile o que se resguardaron por una tormenta próxima. José, con paso tranquilo, se acercó resuelto al mismo callejón de la historia. Arriba, la luna se antojaba expectante. Al entrar al callejón metió la mano en el bolsillo.      

*Texto publicado originalmente en la antología Mujer que teje de noche, en octubre del 2019.

 

José de Jesús López Avendaño 

Nació el 18 de abril de 1994 en la ciudad de Salina Cruz, Oaxaca. Es Licenciado en Lengua y Literatura Hispanoamericanas por la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH) Ha sido ganador del 1° Concurso nacional de cuento fantástico El Axolote, finalista en el 2° Concurso Internacional de Cuento Corto The Word we live in y ganador del 2° Concurso de Cuento No oyes contar un cuento organizado por la UNACH. Obtuvo una mención honorífica en el II Concurso Regional de Literatura: Apassionata.

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