Luis Buñuel y la mirada incómoda de lo mexicano

 

A través de la mirada de Luis Buñuel (1900-1983) transitaron personajes que, poco o mucho, tuvieron que aportar al tan enigmático adjetivo conocido como “lo mexicano”. Más allá de las frases famosas, los memorables cantares de rancheros enamorados y los casi contorsionistas contoneos de las bailarinas de moda, el cine de Buñuel fue una visión casi incisiva y derribadora de mitos.

A diferencia de sus compatriotas refugiados, la llegada de Luis Buñuel a México tardó unos años más. Sólo después de que Salvador Dalí lo denunciara por su simpatía por el Partido Comunista mientras era empleado del MoMA de Nueva York, el cineasta español no tuvo de otra que salir de Estados Unidos para buscar un nuevo exilio (y dicen que los cangrejos en la cubeta sólo pueden ser mexicanos).

Cuando Buñuel llegó en 1945, las ideas de amplitud cultural de la era cardenista poco a poco iban quedándose atrás. El enfoque y la tirada nacional eran las de exaltar los múltiples logros del gobierno posrevolucionario, por lo que el progreso y amplitud de las ciudades fueron parte importante de esta nueva imagen mexicana que lentamente terminó por marcar el rumbo de las producciones cinematográficas.   

Pero para los sindicatos y directores de la “Época de Oro” del cine mexicano, la visión de Luis Buñuel resultaba un tanto peligrosa, pues las grandes producciones se limitaban a las comedias risueñas, los melodramas familiares y los musicales del mismo tono. Lo que el español quería era hacer un cine comprometido con la sociedad y que sirviera como denuncia ante la hipocresía, injusticia y desigualdad que cada vez eran más marcadas entre las clases sociales del país.

Buñuel dejó de lado su surrealismo, pues en el verdadero corazón de México la realidad era más difícil que una pesadilla. Como un caleidoscopio, la visión buñueliana se centró en un perfil del México más popular: el marginado, del cual partió para conformar su amplia galería de imágenes, encuadres y argumentos. Curiosamente, el cine de Luis Buñuel sirvió más como una mirada distante que atravesaba los delgados muros del progreso mexicano. Mismos que el gobierno de Miguel Alemán se encargó de edificar a base de falsas imágenes populares, como las que mostraba el cine nacional.

En 1948, con Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, el fenómeno de Pedro Infante ya había constituido la imagen de ese mexicano promedio ideal: el que trabaja arduamente sin esperar la riqueza (porque la avaricia es pecado), el que soporta los embates injustos de la realidad (porque será lo que Dios quiera) y el que, a pesar de todos los males y la labor, siempre tiene tiempo para una canción.

Y no nos debe resultar extraño que hoy en día la figura de Pedro Infante sea un símbolo más allá del cine mexicano, para ser uno de sentimentalismo moralino. Sus personajes no sólo son nobles, también son trabajadores, optimistas y comprometidos con su colonia (con todo y código postal). Incluso, reconocen a sus iguales (nosotros los pobres), apartan a los extraños enemigos (ustedes los ricos) y toman, de manera casi estoica, su condición inamovible en el (melo)drama del mexicano soñador.

Sin embargo, la respuesta del español fue clara y contundente. Con Los Olvidados (1950), Luis Buñuel no sólo puso en tela de juicio esa imagen popular del mexicano en el cine, también lo hizo en la realidad, pues al instante la película se consideró non grata para el Gobierno mexicano y un atentado contra los valores nacionales en su afán por enaltecer el porvenir mexicano.

Pedro, el Jaibo, el Ojitos, Meche y el ciego de Don Carmelo son la otra cara de la moneda de apuesta nacional. En Los Olvidados el narrador no duda ni un minuto en lanzar la comparativa entre las grandes ciudades del mundo (Nueva York y París) frente a la emergente Ciudad de México de los años 50 y su efecto entre los círculos sociales. El mensaje es claro: mientras que las imágenes del progreso muestran la altura imponente de los edificios, esa misma altura es equiparable a la marginación que sufren los relegados a las orillas de las urbes. 

En el drama humano planteado por Buñuel no hay lugar ni tiempo para cantos. La pobreza, la violencia, la codicia y el odio son elementos que conforman una realidad que estaba fuera de los discursos nacionales. El Pedro de Buñuel es apenas un niño doblegado ante la figura autoritaria de violencia que es el Jaibo; el Ojitos, un niño abandonado a su suerte en la capital del país y Don Carmelo es un Tiresias venido a menos que encarna el odio resentido contra los más débiles, los mismos pobres.

La sentencia final de nuestro Tiresias al escuchar que el Jaibo muere a manos de la policía es un deseo que suena más a falso augurio: “Así irán cayendo todos. Ojalá los mataran a todos antes de nacer”. Es aquí donde el espectador puede preguntarse: ¿Quiénes son todos? ¿Nosotros los pobres o ellos, los pobres? Don Carmelo no es un lisiado poco afortunado a diferencia del Camellito de Pedro Infante, pues la tragedia buñueliana no desencadena un final que nos deje contentos o con un mensaje de esperanza. No, eso está lejos de la visión más cruel, de la imagen cruda del cadáver de Pedro pudriéndose en un muladar. Porque la voz de nuestro adivinador mexicano atina a eso: los que al final deben caer por los demás son los olvidados.

Al cine de Luis Buñuel hay que verlo como algo más que una simple mirada ofensiva de un extranjero sobre México. Fue y es el escenario de las tragedias que se vuelven palpables y asfixiantes diariamente en los rincones de cualquier ciudad del mundo. Si algo ha sabido hacer su cine, y en especial Los Olvidados, es mantener su capacidad para incomodarnos al reconocer que la realidad no tiene un final alternativo.    

 

Para el mexicano (el de ayer y el de hoy) no resulta difícil crear grandes ídolos. La idea de una imagen o personaje superior que surge de los valores que conoce resulta en los grandes protagonistas de su imaginario. Pero entonces, ¿qué podríamos rescatar de personajes como los de Buñuel? Tal vez la dura enseñanza de que las canciones no siempre prometen finales felices. Nos queda claro porque el mexicano quiere ser cada día más charro, pero cada vez menos Jaibo.

Referencias:

Viñamata, Pablo. La obra mexicana de Buñuel. Análisis de Los Olvidados (1950): su influencia en el arte cinematográfico y recepción crítica. Universitat de Barcelona. 2018.

Silva, Juan Pablo. Buñuel en México: notas acerca de la representación de la pobreza en las cintas El gran calavera, Los olvidados, El Bruto y Nazarín. Pontificia Universidad Católica de Chile. 2017.

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