Los hombres lunares – Alejandro Ortiz (México)

Se fueron a la luna. Yo los vi, mas no los vi volver. Por aquellas épocas, cuando las ramas de los árboles que crujían hacían más ruido que mis pisadas, merodeaba el campo: subía las colinas y me deslizaba por las grandes montañas de basura. Buscaba lo que fuera, bueno o malo, que me dijera cuál era mi lugar en el mundo. Tenía 18 y sólo sabía nadar, correr y hablar. En proceso de aprender a leer, busqué en el campo abierto lo que algunos me contaron que se llamaban libros y cuando por fin encontré uno, cuyo nombre no quiero recordar, comencé a hilar las palabras que decía mi boca con la imagen que existía en mi cerebro. Así es como después de un tiempo no sólo aprendí a leer, sino también a escribir y, de esta manera, es como trato de prevenir a mi memoria acerca del olvido, dar fe de aquella noche otoñal de vientos rugientes en que vi a los hombres lunares visitar mi asolado mundo e irse volando como pájaros hasta el final del cielo oscuro al ver que aquí no había nada.

Recuerdo que me hallaba en la búsqueda de una capa externa para proteger el techo de mi casa cuando los vi. Necesitaba algo pesado. El viento que sopla aquí es tan fuerte que suele tirar mi casa y las montañas de basura no me protegen. Con mi adarga, que me cuida de las peligrosas ratas, subí las montañas de basura y miré desde el punto más alto. Vi cómo a lo lejos un torbellino de papeles no podía inmutar siquiera un centímetro a una larga viga de cinc que protegía el camino de otra larga hilera de cúmulos de basura. Entonces me hice a la marcha. Crucé la línea segura de mi casa y me interné en el campo abierto.

No estaba muy lejos. El camino era mortal, sin embargo. Me abría paso con mi mano a través de los túneles de concreto y los vehículos desvalijados. En cualquier instante podía aparecer una rata asesina y todos saben que después del ataque de una de ellas, sus camaradas huelen la sangre y atacan en grupos. Lo mejor es esconderse en los túneles de las montañas o ir terreno arriba donde el viento esconde el aroma de la sangre.

Recuerdo muchos episodios desagradables con las ratas. He matado con mi espada a más de ellas de las que puedo contar con los dedos de los pies y de las manos —¡ellas realmente deben odiarme!—, pero reconozco su fuerza en conjunto. Es por eso que no las ataco. Sólo prevengo sus emboscadas. Es tonto tratar de oponerse a un enemigo que lo supera a uno en número y organización; lo mejor que se puede hacer es matar sólo a las que buscan pelea, evitar enfrentamientos y pasar desapercibido. Son grandes, casi del tamaño de mi brazo y posiblemente más. Huelen a grasa húmeda y sus ojos, a diferencia del resto de su cuerpo, son pequeños y profundamente negros, como los dos puntitos negros que afloran encima de mi piel. Se pueden escabullir casi por cualquier recoveco y son muy duras de matar. Una no es problema. Apenas unos cuantos giros de la espada pueden acabar con ella sin problemas. Pero el olor a sangre que dejan los pedazos mutilados atrae a grupos numerosos. Hay que ser precavido. Todo eso lo pienso en voz alta mientras camino.

Me muevo en silencio a través de una tubería alargada que gotea. Llevo mi arco, mi espada y un libro a mi costado; repito uno de los primeros poemas que aprendí a leer:

Me hizo nacer la muerte maldecida
de sombra y luz;
que oculta en mi corteza despreciable
arde un alma grandiosa y descreída…

 

Fue entonces cuando los vi parados encima de mi preciado techo de cinc, mientras admiraban el distante mundo. Jamás había visto a otra persona como yo en mi vida, ni me he visto en eso que llaman espejos, así que pensé que la forma que tenían esos seres era la misma forma que debía tener yo… pero no. De pronto sentí un oleaje masivo en mi cuerpo, una extraña vibración. Aquellos seres eran hermosos. ¡Genuina belleza! Sus grandes ojos, sus alargadas bocas grises, del color de las cenizas de las hogueras, todo en ellos era hermoso. No hacía falta haber visto alguna obra de arte para saber que aquello era belleza absoluta. Danzaban sus pasos de un lado a otro, curiosos del mundo. Se miraban con incredulidad como si fueran niños que acaban de conocerse en el patio de juegos.

Me ardía la boca de la emoción. Cuando los vi haciéndole un eclipse a la luna llena, sentí unos deseos imposibles de olvido. Me olvidé de las ratas y su amenazador peligro, de mi espada, de mi techo, de la casa. Quise abrazarme a los hombres lunares, irme con ellos al vacío de las estrellas.

Pasaron unos segundos. Eran tres solamente. Uno de ellos, el que parecía ser el más astuto, no dejaba de ver el amplio panorama que era mi mundo detrás de las montañas de basura. Parecía asombrado. Tenía los ojos fijos en el horizonte. Por un instante percibí en su mirada la misma curiosidad que sentía yo al ver el escenario que ahora él vislumbraba delante suyo. Pero entonces volteó hacía sus compañeros y pareció hacer un gesto negativo, como si no estuviera allí lo que venía a buscar.

Lo que hacían aquí, no lo sé. Su propósito además de incierto es también el origen de los sueños que recurrentemente tengo y que han despertado en mí si no miedo o temor, sí una fuerza extraña, muy parecida al humor y a la memoria.

Pero fue tan corto el momento. Sólo los vi quizá unos minutos. Cuando notaron la vaciedad de mi mundo voltearon a ver al cielo de donde venían, a las estrellas. Extrañados y tristes se resolvieron a volver. No hizo falta bajar de la montaña. Un halo de luz azul parecido al de la luna los envolvió y entonces se fueron, y al abrir mis ojos después de un maldito pestañeo, aquel claro de luz virgen se había quedado vacío. Me levanté y corrí hacia el lugar en dónde estaban parados, pero no había evidencia de su aparición. Ni un olor, ni una huella. Volteé hacia arriba, pero no pude evitar la sensación (y ahora que escribo mucho menos puedo hacerlo) de sentirme derrotado por aquella noche en que vinieron a verme los hombres lunares y me dejaron solo.

 

Alejandro Ortiz

Escribe desde hace varios años y es estudiante de Periodismo por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Suele participar en muchos talleres literarios en México. Ha publicado algunos cuentos en antologías de universidades mexicanas y ha aparecido en conferencias sobre literatura joven en la Feria del Libro del Palacio de Minería, en la Ciudad de México, así como en la Biblioteca México y otras similares.

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