«Las cosas» de Georges Perec: un molde de la realidad

Les habría gustado ser ricos. […] Les habría gustado andar, vagar, elegir, apreciar. Les habría gustado vivir. Su vida habría sido un arte de vivir.

Georges Perec

Podemos iniciar este texto con un ejercicio sencillo. Si alargamos la mano y tomamos el primer objeto con el que se tope, podríamos recordar la historia de ese objeto, de por qué ostenta el lugar donde fue tomado y por qué es que estuvo al alcance de nosotros en ese preciso instante.

También pueden surgir preguntas más intrigantes: ¿Cuál era la función de la cosa antes de ser tomada? ¿Cuál era nuestro papel con respecto a la cosa tomada? ¿Ella ya estaba preparada y hecha para complementar nuestra historia? y ¿Cómo se relacionan las cosas que tenemos con lo que somos y podemos ser?

Si pensamos en estas cuestiones, tal vez nos demos cuenta que las cosas que nos rodean describen más de nosotros de lo que quisiéramos. En Las cosas de Georges Perec se aborda este tema a partir de la historia de Jerome y Sylvie, dos jóvenes psicosociólogos que se encuentran en el limbo económico y social de Francia de mediados de los 60.

Como buenos soñadores (y pequeñoburgueses) Jerome y Silvie sueñan con una vida holgada, con tiempo, pero, sobre todo, llena de cosas, cosas que ostentar, que tengan una historia, un nombre y una voz que hable por ellos. Pero su situación no es ni la mejor ni la peor en medio de “un mundo que ofrece mucho, pero que da tan poco”.

A partir de la visión omnisciente de su narrador, Georges Perec nos ofrece una disección de la realidad que viven los protagonistas, los desarma para conocer su interior al igual que cosas. Bajo su ojo, ellos son objetos que interactúan, pero que también desean, anhelan y se frustran sin profundizar sus relaciones salvo entre ellos. Esto sitúa a la obra en el modo subjuntivo de la lengua: en evocar posibilidades y crear el deseo en los personajes a partir de las cosas o el estilo de vida que les gustaría tener, tal como lo podemos ver al inicio de la novela con la descripción de su hogar “ideal”:

La mirada, primero, se deslizaría sobre la moqueta gris de un largo corredor, alto y estrecho. Las paredes serían armarios empotrados, de madera clara, cuyos herrajes de cobre brillarían. […] La moqueta, entonces, dejaría paso a un parquet casi amarillo, cubierto parcialmente por tres alfombras de colores apagados.       

Se habría llegado a una sala de estar, de siete metros aproximadamente de largo por tres de ancho.

La descripción continúa así a lo largo del primer capítulo antes de introducir a los personajes, lo que quiere decir que estos objetos que configuran sus sueños son, precisamente, los primeros que no describen su realidad, sino una especie de “desear ser” y que plantea su motivación. De súbito, esta visión se desvanece en el siguiente capítulo donde conocemos el elemento primordial para ellos: su hogar real.

Vivían en un apartamento minúsculo y agradable, de techo bajo, que daba a un jardín. Y acordándose de su habitación alquilada —un corredor sombrío y estrecho, recalentado, impregnado de olores—, vivieron en él al principio en una especie de embriaguez, renovada cada mañana por el piar de los pájaros. Abrían las ventanas, y, durante largos minutos, perfectamente felices, contemplaban su patio. La casa era vieja, todavía no ruinosa, pero vetusta, agrietada. Los pasillos y las escaleras eran estrechos y sucios, rezumantes de humedad, impregnados de humos grasientos.

A pesar de sus deseos, al inicio de la novela Jerome y Sylvie se presentan felices con su realidad, sin embargo, a medida que descubren su posición económica media, la medida de sus deseos materiales se amplía:

Acostumbrados a vivir en habitaciones insalubres, donde no hacían más que dormir, y a pasar el día entero en cafés, necesitaron mucho tiempo para darse cuenta de que las funciones más banales de la vida de todos los días —dormir, comer, leer, charlar, lavarse— exigían cada una un espacio específico, cuya ausencia notoria comenzó desde entonces a hacerse sentir.

Es este uno de sus puntos de transformación, ya que el consumo es siempre la motivación para sus acciones. Es por esto y las cosas (que resplandecen por su ausencia) que su realidad se tambalea, se estira, se resquebraja y lo más importante: los fragmenta, pero también los (re)significa.

A diferencia de los relatos convencionales en los que los protagonistas reciben cosas para complementar su formación, Jerome y Sylvie se transforman (y deterioran) a partir de las ausencias, de sus pérdidas y de la incertidumbre que les depara el futuro. Su presente y futuro toma forma a partir de lo material.

Como un ocaso inevitable, Jerome y Sylvie vislumbran las posibilidades que la sociedad (el juego) les ofrece: sumarse a jornadas laborales, juntas, horarios específicos, tareas parecidas e interminables, escritorios que serán los mismos mañana y siempre, a cambio de las cosas que sueñan con comprar.

Y como en toda sociedad moderna, la voz carece de sentido. Sólo las acciones tienen cabida en este libro que silencia a los protagonistas, salvo al final de la historia, en el que ellos deciden (o los obligan a decidir) el papel que quieren jugar dentro de la sociedad.

Leer Las cosas de Georges Perec es hacer una revisión a nuestra intimidad y una invitación a revisar lo infraordinario de nosotros mismos, sobre todo, es una invitación a reflexionar sobre cómo nos construimos en ese espacio tan personal y silencioso a partir de nuestras cosas.

Ya podemos devolver el objeto a su lugar (o asignarle uno nuevo en la medida de sus funciones), voltear a nuestro alrededor y repensar en nuestro papel y significado como objeto en este preciso instante. Sí, pero, ¿a qué costo?

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