El joven Camus

A Camus le preocupó su época. La modernidad tormentosa, única modernidad posible, que abarcó dos guerras mundiales con sus millones de muertos, llevó al autor de La caída a replantearse, como muchísimos más, su lugar en el mundo: ¿cuál es el papel del artista en la sociedad?, ¿cuál es la utilidad del arte?, ¿qué tan responsable es el escritor de las tragedias de su época?

Preguntas nada sencillas pero necesarias para no quedarse atónito o, peor aún, indiferente ante las catástrofes de la realidad. Como buen existencialista, asumió su responsabilidad y sus privilegios de escritor para servirle a los demás y redirigir el arte hacia el camino de la libertad y el conocimiento, pero también para criticarlo cuando éste se exhibía como un concepto aislado, abstracto y ensimismado en la época de las vanguardias o cuando servía como propaganda de las utopías autoritarias en los estados socialistas.

Su intención era construir entre tanta destrucción, abogar por la vida entre tanta muerte, predicar la verdad entre tanta mentira. ¿De qué verdad hablaba? No de la realidad, sino de mostrarnos la tensión entre la aceptación y la negación de lo real, entre el desgarramiento y la belleza.

Desde su primer libro, notamos sus preocupaciones por el otro y su aspiración a identificarse en ese otro. El revés y el derecho es un primer acercamiento a lo absurdo, al silencio del mundo, a la soledad e incertidumbre que nos habitan, en contraste con la solidaridad, la rebeldía y la resistencia del ser humano.

Tiene veintidós años, Albert Camus, cuando escribe “no hay amor por la vida sin desesperación por la vida”. Veinte años después, en el prefacio de su “librito”, como él lo llama, confirmará lo importante que fue esa frase para él y para su obra. En El extranjero, por ejemplo, Meursault nunca hubiera sentido la felicidad plena sin la presencia abrumadora de su ejecución, o en La peste, Rieux nunca hubiera disfrutado tanto esa salida al mar con Torrau sin el contexto de la epidemia.

La relevancia de su obra se debe, en buena medida, a su pasión desbordada hacia los seres humanos en concordancia, paradójicamente, con la desesperación de vivir en un mundo desolador. El joven Camus describe en El revés y el derecho retratos de los habitantes pobres, viejos y solitarios de su patria, la Argelia francesa.

Cada retrato nos recuerda que estamos al desamparo de Dios, arrojados al mundo, a veces paralizados como la anciana del primer ensayo que mendiga la atención de los demás ante las desatenciones de Dios, otras, listos para rezarnos a nosotros mismos como la mujer del último ensayo que gasta su herencia en su propia tumba.

Además, nos habla de su extranjería en Praga, un pueblo que lo retrae, lo enmudece y lo confronta con la muerte; a diferencia de Vicenza, cuyos paisajes cálidos no son más que vivos recuerdos de su tierra natal. Andalucía le recuerda el amor por la vida. Una mujer flamenca bailando en un bar es “la imagen innoble y exaltadora” de la vida. Las iglesias, las calles, los bares, los restaurantes, los árboles, el cielo, el paisaje y sus habitantes son sólo un pretexto para hablar del amor que excede todos los límites. Todo ello a pesar de la indiferencia de esas mismas iglesias, calles, bares, restaurantes, árboles, cielos, paisajes y habitantes.

Desde su juventud, ya era clara y firme su postura sobre el arte y su papel como escritor. Dos décadas después, en el 57, frente al público que lo recibía con los brazos abiertos luego de obtener el nobel, confirmaría que la función del arte es “conmover al mayor número posible de personas, al ofrecerles una imagen privilegiada de los sufrimientos y alegrías comunes”, que en el arte se trata de comprender no de juzgar, que la literatura debe servir a la verdad y la libertad, y que su generación no estaba destinada a rehacer el mundo, sino a evitar que éste se deshaga motu proprio.

Camus defendió esos principios durante toda su vida. Sus personajes, hombres solitarios, se sienten abrumados en un mundo indiferente, pero la humanidad los salva de ser arrastrados al nihilismo absoluto.

En El hombre rebelde, Camus ya no se reduce a la comprensión, quiere juzgar su época. La rebeldía de no aceptar el orden establecido y rechazar servir a los ideales cuando éstos atentan contra el bienestar social lo convirtieron, además del enemigo de Sartre, en una de las voces más importantes del siglo XX.

Hoy, a sesenta años de su muerte, de ese absurdo accidente de coches, además de La Peste o quizás a causa de ella, reconocemos ese mundo absurdo que le exige a sus habitantes rebelarse contra la nada que lo atormenta, vivir en el margen de sus límites y desde esa frontera resistir los embates de la realidad sin dejar nunca de admirar y odiar el mundo, de conceder sin aceptar del todo.

Autor: Missael Contreras

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