Lectura imperfecta – Hugo Paz Pérez Cabrera (Perú)

Ahora me encuentro en un perpetuo estado febril. Apenas me doy cuenta de lo que acontece a mi alrededor. Tal vez no sobreviva. Extraño a la Maga.

El reloj anunciaba sus tres horas y media pasadas del meridiano y el silencio insólito se acrecentaba cada vez más en mi habitación. Estaba absorto en la lectura de Rayuela cuando, de pronto, escuché que mi sobrino salió disparado hacia la calle lanzando berridos. Súbitamente cerré el libro y salí a ver qué sucedía. No pasaba nada. Diego había gritado de emoción al escuchar el sonido del motofurgón que anunciaba la llegada de su padre. Yo no lo había escuchado porque mi habitación queda en lo más recóndito de la casa.

Mi cuñado estaba preocupado. Me sorprendió que llegara tan temprano, pues normalmente suele llegar ocho o nueve de la noche, después de una larga jornada de trabajo; pero lo que más llamó mi atención fue ver la moto vacía. ¿A qué venía a esta hora? Opté por no tomarle importancia y decidí ir a retomar Rayuela, sin embargo, un saludo gutural ató mis pasos: fue la voz de Rogelio, mi cuñado.

—¿Y Julio?, ¿qué dice la buena vida? —me dijo.

— Habla, Roger, ¿qué tal? —le respondí. Aunque su saludo me incitaba a responder la pregunta, no la respondí, pues en familia sabemos que sólo es cortesía.

— Has venido temprano, ¿verdad? — le pregunté con mi acento cajamarquino.

— Sí, cholo, vengo para que me ayudes. He venido a llevar esos roperitos que están ahí armados, tengo que entregarlos antes de las seis, ¿podrás?

La pregunta era cuestión de formalidad, porque él muy bien sabía que, aunque no quisiera, tenía que ayudarle, pues era lo menos que podía hacer, ya que últimamente mi vida se ha reducido a estar frente a una computadora, confinado en mi cuarto.

—Claro, pero al toque nomás porque tengo tarea como michi —le dije con fingido entusiasmo, pues sabía que ayudarle a cargar significaba abandonar a Rayuela dos o tres horas, es decir, toda la tarde.

Había que cargar cinco roperos. Cualquiera podía darse cuenta de que no cabrían en la moto, tal vez tres y eso, pero igual empezamos a subirlos. Los roperos tenían tres cuerpos. Empezamos por bajar el de la parte superior, que era el más pequeño, y lo pusimos en un costado para que no estorbara. Roger pidió el film a Tila, mi hermana, y ella se lo alcanzó en seguida. Una vez que mi cuñado hubo asegurado el segundo cuerpo con la cinta, lo subimos a la moto. Así estuvimos hasta el tercer ropero. Ya en el cuarto fue donde ocurrió la desgracia.

—¡Bah! Empezó a darme vueltas la cabeza, fíjate ay —me comentó un poco

preocupado, más por la hora que por el síntoma.

—Seguro las vueltas que has dado envolviendo los roperos son las culpables —le dije para no preocuparlo, pero yo ya empecé a imaginar otra cosa.

—¡Ah! Seguramente es por eso, ¿no? —me respondió un poco más tranquilo.

Le dije que yo haría ese trabajo, que él sólo me ayudara a cargar. Así fue. Pero a pesar de las vueltas que di encintando los roperos, no me sentí como él. Eso me preocupó de sobremanera. Empecé a maquinar sobre las posibles causas que pudieron provocarle esos mareos, pero todas iban a un solo punto. No había remedio, ya estaba hecho, qué se podía hacer. Me resigné y continué con el trabajo. Terminé y vi a mi cuñado en la moto arreglando un espejo que se había caído. Tardaba. Enseguida aproveché ese tiempo para ir a conversar con Tila.

—Le está dando vueltas la cabeza a tu marido— le comenté.

—Seguro es por el aire que le ha dado en la moto—me respondió muy tranquila.

—Ojalá, porque si no, ya fuimos todos—le dije. Y me retiré a hablar con Meli, que había salido a ver y ahora estaba cerca de nosotros.

—Ya fuimos, Roger tiene mareos y se le nublan las vistas — le dije preocupado.

—No, no es eso. Seguro le cayó mal la comida —me dijo mientras masajeaba su vientre prominente y fecundo.

 —No lo sé, tal vez —le contesté.

Al ver que todos lo tomaban con mucha superficialidad, decidí hacer lo mismo, pero en cuanto me disponía a girar cautelosamente para mirar a mi cuñado, ya no estaba. Miré al otro costado de la moto, tampoco estaba. “Bueno, a ver a la Maga”, pensé, y me dispuse a retirarme a mi cuarto, pero cuando ya me dirigía a retomar mi lectura, escuché que alguien vomitaba en el baño, lo hacía con fuerza. “Esto no es por la comida —me dije— no, es por algo peor”. Tila corrió alborotadísima hacia al baño. “¿Qué tienes, viejo? ¿Qué te hizo mal?”, escuché que le preguntaba. Pero él no decía nada. Entonces me acerqué a Meli y, resignado, le dije: “Es coronavirus”. “¡Ya nos jodimos! Sólo eso nos faltaba”, esputó ella, también resignada. Pasaron cinco minutos y los vómitos cedieron un poco. Luego vi que Tila se dirigía a su dormitorio asido del brazo de su esposo. Me resigné por completo y también me dirigí a mi cuarto susurrando: “andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

 

Sobre Hugo Paz Pérez Cabrera

Nació el 3 de agosto de 1999 en Cajamarca, Perú. Estudia la especialidad de Lengua española – Literatura en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta. Ha publicado el cuento Reminiscencias en la Revista Oopart y Margaret en la Revista El Revólver.

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