Las mil y una muertes – Alan Rolon (México)

―¿Está seguro, mi coronel? Fue muy complicado someterlo cuando tomamos la ciudad ―el oficial Lucio se hizo a un lado para que los cocineros pudieran preparar la cena: dos órdenes de huevos rancheros bien servidos, recién mandados a hacer por el coronel Labastida.

El coronel, saliendo del apretujado y caliente cuartito, sonrió, sin por ello perder algo de la autoridad que representaba en el cuartel.

―Sé que su condición de condenado al paredón sugiere un comportamiento errático e impredecible para, con sus últimos alientos, intentar salvar su vida. Pero hasta usted, oficial, me lo ha dicho, «se la pasa muy tranquilo en su celda»―.

―Precisamente eso me produce cierta sospecha. Ahora, con su último deseo, pareciera que lo hace para llevarse consigo a la tumba a otro militar de alto rango―.

―No sean así, muchachos. Ni que siguiéramos en guerrillas en el norte. Este tipo fue una piedra en el zapato, pero ya estamos por deshacernos de él. Miren, les doy permiso de que apunten desde las ventanas de enfrente. Pero no vayan a apretar el gatillo ante el primer susto que les dé. Su vida está por expirar, así que quizá tenga ademanes de excitación, pero no por ello adelantaremos nuestra agenda del atardecer. Repito, no me lo maten aquí. Es una orden―.

―Muy bien, mi coronel―.

El coronel Labastida entró a su oficina, sentándose en la silla de cuero, y se quedó mirando por la ventana.

―Aparte, Lucio, ha de estar interesante lo que un carnicero como él tenga para confesar―.

―Eso sí―.

―Anda, diles que le apuren con esos huevos. Y si todavía falta, que nos traigan un mezcal―.

El oficial salió del despacho y unos segundos después aparecieron dos tenientes sujetando a un prisionero recién bañado y con ropajes rotos, pero sin el hedor que aparentaban.

―Buenas tardes, sargento―.

―Buenas tardes, coronel―.

―Quítenle las esposas, no sean canijos. ¿O dudan que yo pueda defenderme solo? Bien, muy bien, ¿así está mejor?―.

―Sí, muchas gracias. Ya ni recordaba cómo era estirar los brazos―.

―Ya disculpará. El presidente Calles no quiere que sus enemigos consideren acaso que tenga un mínimo de piedad. Pero yo no soy el presidente y estamos a cientos de kilómetros de la capital. Siéntese, sargento, descanse las nalgas. Olvídese de aquel piso lleno de meados y cucarachas―.

―Debo reconocer que me honra que se refiera a mí con mi rango―.

―Por mucho que nuestros ideales difieran, a usted y a mí nos hermanan el campo de batalla, la muerte y las armas. Los títulos y medallas se ganan por nuestra habilidad en la guerra, no por diplomacia o por un civismo ejemplar―.

―En eso tiene usted razón. Y viera que nos quieren empezar a gobernar civiles―.

―Ya he sabido de municipios y ciudades donde los militares empiezan a perder en las casillas, pero ¿qué se le puede hacer? De a poco se cebarán los esfuerzos que Madero y Carranza realizaron para el ejército. Pero no nos metamos en cuestiones políticas. Corríjame si me equivoco, pero no creo que para una última charla, una cuestión tan banal tenga relevancia―.

―Coincido con usted. De hecho, he querido disfrutar mi última cena con quien, según mis contactos, es un intelectual notable dentro de los líderes militares de la república―.

―Agradezco que mi reputación me preceda, la cual no me habría ganado de no ser porque mis padres han tomado a bien enviarme a Francia para educarme. Allá he tenido la fortuna de conocer personas e ideas tan seductoras como inefables, sobre las cuales uno no puede reflexionar sin tener más conocimientos sobre otras disciplinas, tanto filosóficas como científicas. Si bien en mi… ejem, en nuestra profesión sirve de poco poseer tales saberes, los considero ahora como mi pasatiempo―.

―Entonces su mente no será necia, tal como, para mi pesar, las de muchos de nuestros compatriotas―.

―Así espero. Y bien se refiere a los ciudadanos de tan bella nación, que ni en mi bando ni en el suyo se descarta a alguien―.

―No hablemos de bandos. Su paralelismo es una ilusión. A la larga son la misma cochinada―.

―¿Usted no peleaba por sus creencias?―.

―No. Peleaba por el dinero y por algún rencor guardado hacia el gobierno, pero no por defender el culto y las funciones. Nunca fui tan religioso―.

―No sé si siendo de otro modo habría alcanzado las cifras que posee. Cuatro oficiales muertos, dos cortándoles el cuello y dos a tiro limpio desde alguna quebrada en la sierra. Sin olvidar que se infiltró para atentar contra el general Obregón durante su visita al estado. Interesantes credenciales. Si no fuera por aquel mandato federal que requiere su ejecución, lo contrataría para nuestros servicios―.

―De nuevo me halaga, coronel. Pero tampoco he venido aquí para aventarnos flores―.

―Hable entonces, sargento―.

―Primero, un ejercicio mental. Más que nada, una reflexión sencilla. Es algo humano, según me ha dicho mi tiempo encerrado. ¿Se ha dado cuenta usted de que nada sucede como se imagina? Puedo asegurarle que, aun involuntariamente, usted se imaginó cómo sería un encuentro conmigo, un condenado a muerte que solicita como última cena huevos rancheros con el coronel. Llevo aquí un par de minutos. Dígame, ¿alguno de los escenarios que pensó antes de que yo llegara, ha sucedido? Puedo afirmar, también, que no es así. ¿Cierto?―.

―Ha tenido muchísimo tiempo para pensar ¿eh?, eso de ser prisionero le da a uno la oportunidad de meterse a la filosofía o a la meditación. Espero que si algún día, Dios no lo quiera, soy apresado, pueda descansar mi mente en similares reflexiones. No me gustaría estar como la mayoría, que para nada son como usted. Se la pasan llorando, mentando madres o ideando cómo escapar. Al menos su mente ha estado tranquila divagando―.

―Mi mente ha estado divagando hasta que llegué a la premisa que le acabo de sugerir. Y como ha dicho, estoy ya condenado a muerte ¿qué tengo que perder? Lo único que se puede hacer en situaciones donde la vida se me escapa, es asirse a ella a como dé lugar, aunque sea de la forma más increíble, más sin sentido, más rebuscada, menos intentada, menos pensada―.

―Así que su esperanza no se ha ido―.

―Ya sería nomás un cadáver que respira, y no habría tenido necesidad de solicitar esta última atención, aunque espero que no cumpla con el adjetivo. Sí, aún creo que hay una manera de salvarme―.

―Y aun teniendo una ínfima posibilidad de esquivar su muerte, ¿viene al rincón más vigilado a advertirle a quien mayor autoridad posee en este cuartel? No veo el sentido en eso―.

―Si gusta verlo como advertencia, por mí está bien. Pero a lo que he venido es a informar de posibles sucesos futuros y que si usted los presencia, no considere que haya sido suerte o una extraña coincidencia, sino algo originado desde el más profundo análisis mental de lo que conocemos como realidad. Me voy a salvar, coronel, porque he imaginado cada escenario posible de mí ante el pelotón de fusilamiento―.

El coronel se quedó sin palabras ante la sentencia. Si se conmocionó, supo bien ocultarlo. Una pequeña sonrisa complaciente se comenzó a dibujar en las comisuras del sargento.

―Mi tesis es tal y cualquiera lo puede comprobar. Busque en sus recuerdos, coronel, y llegará a la misma conclusión a la que yo he llegado. No hay suceso que haya ocurrido tal y como ha sido imaginado. Y quien afirme lo contrario es un vil mentiroso que atenta contra las leyes dictadas por el universo o por Dios. Siempre ocurre algo inesperado, no existe un evento inminente. Toda posibilidad está a merced de las circunstancias, igual que un barco a la deriva en medio de una tormenta―.

―Las circunstancias, bien ha hecho en señalarlas. Tales son insospechadas, inesperadas, incluso podrían calificarse de inimaginables, sin mencionar su inconmensurabilidad―.

―Así lo afirmo yo también. Sin embargo, no denostemos al cerebro. La velocidad del pensamiento también carece de medida, por lo que el dilema radica en la productividad de la imaginación y la creatividad. Creo, modestia aparte, que he podido imaginar a detalle todo lo que podría suceder cuando se dispongan a dispararme, o incluso antes―.

―¿Todos? ¿Cualquier escenario posible?―.

―Claro, con énfasis en los escenarios donde muero. Visualizo con la mayor precisión cada aspecto variable. El calibre, el óxido, el silbido del viento, la pintura, el salitre, el número de soldados, el modelo de fusil, el aroma del sudor. Los espectadores, entre los que su rostro figura, por supuesto―.

―¿Por qué con mayor ahínco los escenarios donde muere?―.

―Porque espero que se cumpla lo que he concluido tras mis observaciones. Los sucesos no ocurren tal y como se imaginan. Mi imaginación provee de posibilidades al futuro para contrariar a mi favor las probabilidades. Si imagino que vivo, como usted supondría, acabaré decepcionado, es decir, muerto―.

―Debe ser complicado no pensar en aquello que se desea, más en tan adversas circunstancias―.

―Pero como usted lo ha dicho, he tenido bastante tiempo para relajarme. Sin nada que esperar para que me salve, prefiero gastar mis últimos días en lo único que me parece posible. ¿Qué arriesgo en esto? ¿Mi vida? por favor, desde ya se presupone condenada―.

Como cautelosos depredadores, dos cabos entraron a servir la cena en el escritorio del coronel Labastida, mientras este no dejaba de mirar los retadores y altivos ojos del sargento.

―Puede estar satisfecho de su labor entonces. Oh, gracias. Sírvanle un poco más. ¿Mezcal?―.

―Pulque está bien, gracias―.

Mientras les dejaban los platos con la cena y les acercaban los cubiertos, el coronel volteó de nuevo a la ventana, mirando sin querer de reojo al sargento, que tan tranquilo como si no tuviera una sentencia que cumplir, bebía el pulque. Comenzaron a cenar, y la pequeña interrupción de los soldados al llevarles los huevos pareció haber cebado el diálogo, pues durante un buen rato lo único que se oía en el despacho era el roce del tenedor y el cuchillo con la porcelana. Pero el sargento no iba a dejar que su discurso se perdiera por cualquier intromisión, por lo que aclaró la garganta mientras devoraba, haciendo voltear a su interlocutor. El coronel se limpió el bigote y se echó un trago.

―Puedo imaginar lo glorioso que sería para usted que su ejecución fracase, pero aun ocurriendo lo contrario, piense que hasta el último instante su mente mantendrá la esperanza y ese instante permanecerá eterno en algún vacío que nuestra conciencia sea incapaz de comprender. No habrá decepción―.

―No quiera quebrar mi vaga esperanza desde ahora, coronel―.

―Claro que no. Disculpe, sólo manifestaba una inquietud acerca de la muerte. No nos cerremos a ninguna posibilidad―.

―Es cierto. Pero ya pensaré en ella cuando la esquive―.

―Qué aferrado se haya usted a esa idea―.

―Es el mayor esfuerzo que he realizado para conservar la vida. Ni siquiera cuando me enterré en arena ardiente en el desierto para evitar que unos federales me vieran, o cuando, arrastrándome entre matorrales con una bala en el muslo, tuve que comer las sobras de cadáveres de venados que dejaban los zopilotes. Estos días, mientras descansaba de dibujar en mi cabeza los escenarios, recordaba el suave sabor de la médula aún sin pudrir como un suculento manjar―.

―Si así como dice, imaginaba tantísimas posibilidades en distintos escenarios, es de entender que su cerebro revolviera incluso los recuerdos y experiencias. Lo dejaba agotado―.

―Y vaya que quedaba agotado. Lo exprimía hasta lo humanamente posible, pues no me quedaba nada más. Imaginaba que los rifles se trababan, se cebaban, pero yo no quería pensar en ello, pues tal escenario no sucedería, y entonces ningún rifle tendría problemas en dispararme. No, yo me esforcé en idear la perfección en los disparos, en cualquier manera, con el disparador de la derecha cerrando el ojo izquierdo porque es derecho, con ese mismo soldado cerrando el otro porque es zurdo, pero muriendo yo al final a plomazos. Una hormiga, las nubes en remolino, el color de piel de mis ejecutores, el bigote, el tejido de sus sombreros, sus respiraciones nerviosas, la sequedad del aire―.

―No pensará detallarme cada escenario imaginado. Recuerde que tiene una cita con el destino al atardecer―.

―Por supuesto. En caso de que mi muerte se llegue a consumar, no puedo dejar nada pendiente, y si imaginarlos me llevó días enteros, ¿cuánto me llevará relatarlos?―.

―Entonces, ¿qué hace?―.

―Le reitero mi obra―.

―Con la primera vez que lo escuché basta para no creer que sea una coincidencia, en caso de que suceda―.

―Podría pensar que compré a sus soldados―.

―¿Hizo eso?―.

―Por favor―.

Dejaron los platos a un lado, como en tácito acuerdo, de esos que se leen en el aire, esperando en silencio el ocaso.

―Lástima que nuestra primera conversación también sea la última―.

―Me gustará ver su rostro cuando se dé cuenta―.

El sol ya daba de lleno, con sus arrebolados destellos, en los ojos del coronel, cuando vinieron por el sargento.

―Ha sido un gusto platicar, sargento. Cuéntelo―.

―Ya verá que esos huevos no se desperdiciaron―.

Los vio cruzar el patio mientras se servía otro trago de mezcal. El oficial Lucio entró en el despacho y miró a la ventana junto al coronel.

―¿Dijo algo interesante?―.

El sargento fue puesto en el paredón, frente a sus verdugos; sólo por curioso miró los agujeros de aquel muro que tantas veces había visto, aunque más alejado. Contó el número de soldados frente a él, dilucidó el rostro del comandante que daría las órdenes y miró a la ventana del despacho, donde el coronel le hacía una mueca a un oficial, para después voltearlo a ver.

―¡Presenten armas!―.

Cerró los ojos, sintiendo el aire. Fresco, quieto, como en tinieblas cavernarias.

―¡Apunten!―.

Aspiró el aroma de la pólvora, de la tierra seca, de la leña humeante en la cocina.

―¡Fuego!―.

La descarga retumbó en las paredes de casi cien años y el coronel se quedó viendo en los nubarrones el resplandor rojizo del sol ya oculto tras el horizonte. Dejó el vaso, tomó la botella y dio un largo trago, al tiempo que volvía a la ventana, meneando la cabeza.

Alan Rolon (Colima, 1996)

Ha publicado cuentos, reseñas y ensayos en semanarios, suplementos literarios universitarios y en las revistas digitales Primera Página y Monolito. Interesado en la literatura, el cine, la hermenéutica y los estudios respecto a la cultura.

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