Francisco Tario, el espectro de la literatura mexicana

 

Peregrino de todos los mares; marinero de todos los puertos; noctámbulo de todas las noches… Decidí sucumbir para siempre.

Fragmento de “La noche del buque náufrago”

 

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1 Imagen o fantasma que inspira terror a quien lo ve o se figura verlo: aparecerse un espectro

 Tomado del Diccionario del Español de México

  

Hace poco, un conocido me pidió una recomendación de literatura de terror mexicana. Por supuesto que mi respuesta no estaba encaminada a Cañitas de Carlos Trejo, cuyo único espanto es su incoherencia narrativa y de sintaxis en sus páginas, pero tampoco pude imaginar otro ejemplo que cumpliera con la pregunta que me hacía tan a bote pronto. Usé la siempre confiable “déjame pensar” que duró más de una semana, pero no pude darle nombres de autores que fueran de utilidad.

Fue cuando me di cuenta que la referencia más grande de terror con la que contaba, además de los clásicos que llegaron al cine (Drácula, Frankenstein, incluso el Gólem), eran todos en lengua extranjera: Poe, Maupassant, Hoffmann, Lovecraft, Carver, Bradbury, Lautremont, Barker, Ligotti. Incluso Cortázar entraba en esta lista para representar la parte del globo que habla nuestra lengua, pero no podía pensar en algún autor o autora mexicanos que tuviera el mismo efecto que ellos en la siempre gustosa y recomendable práctica de helarnos la sangre.

Claro que para hablar de lo maravilloso y lo fantástico, nuestro país se pinta solo con autores como Rulfo (cien veces Rulfo) o Elena Garro, pero el terror, entendido por el deseo lector de mi amigo, era otra cosa, algo que no remite a la maravilla o a la melancolía de la realidad vencida, si no a un estado de sensación del que no es posible recuperarse en días.

Fue hasta que en una visita a una librería encontré la antología de un autor que desconocía en ese punto: Francisco Tario. La sorpresa, más que el nombre, fueron las portadas de esos libros con ilustraciones de espíritus en las paredes, cuartos lúgubres y calles a medio iluminar. Era un libro/espectro el que se abalanzaba sobre mí para seguirme con esa primera impresión.

La construcción del terror

El primer relato que leí pertenece a su libro de cuentos La noche (1943), cuyo título se repite en cada uno de los relatos, como si se tratara de un imaginario helado e inescapable para el lector. “La noche del perro” no me advirtió con el título lo que iba a leer. Como cualquier lector novato, esperé una historia en la que el protagonista se tuviera que enfrentar a un perro infernal y peligroso, pero mi sorpresa llegó de golpe al darme cuenta que era todo lo contrario.

El cuento está narrado por un perro (suave diégesis o prosopopeya le llaman) que relata la última noche en agonía de su amo. Al verse inútil ante la situación, el pequeño narrador se deshace en recuerdos amenos hacia él hasta que su amo fallece y debe enterrarlo. La opresión que sentí en el pecho no fue exactamente la del terror, más bien fue un disgusto por el amargo final que había leído, pero estaba seguro que sólo la noche, un perro narrador y un autor como Tario podían generar algo parecido.

Otro texto que ocupó mi primera lectura fue “La noche del féretro”, en el que un ataúd “hombre” narra cómo espera con ansias el día que recibirá un cuerpo femenino para unirse a él por el resto de la eternidad. Sin embargo, sus planes se desmoronan al darse cuenta que es el ataúd de un hombre gordo y pálido al que expulsa de su interior en pleno entierro. Es entonces que el féretro comienza a dudar de su sexualidad (o de la falta de ella) y se entrega a una eternidad sin sentido bajo tierra.

El retrato humano que Francisco Tario pinta en sus personajes es aquel de ser enfermizo, frágil y errabundo. Por ello, los objetos y animales son los elementos indicados para exhibirlo. He ahí donde radica uno de los primeros puntos para construir su terror: el de poner la condición humana como algo incomprensible y absurdo, algo sin voz que queda a merced de seres cotidianos, tal como puede ser un perro o un ataúd.

Libro de Francisco Tario
Primera edición de La Noche (1943)

Otro aspecto que resalta de Tario es su manejo de las sorpresas. Quienes se atrevan a leer “La noche del perro” sabrán de lo que hablo. Pero el ejemplo que le da este reconocimiento es el que culmina con el cuento de “La noche de Margaret Rose” en el que un narrador anónimo comienza a recordar a Margaret, su fisonomía, sus gustos y los recuerdos que guarda de ella. Las acciones comienzan a describirse dejando un resquicio del posible estado de Margaret, ya que el uso de adjetivos como “frágil” o “enfermiza” asemejan, además de a la pureza, a lo fantasmagórico.

Pero el autor utiliza a su narrador de manera cautelosa, casi imperceptible, para dotar a su memoria de un aura romántico y de ensueño para desviar la atención de lo que es realmente importante: ¿quién es este narrador? O, quizá más extraño, ¿de dónde viene este narrador? La respuesta, al igual que un balde de agua fría tirado directamente en la espalda, nos aterriza de pronto en un punto donde la incredulidad no tiene cabida, pues ya nos encontramos cara a cara con el espectro, al igual que Margaret Rose.

Tario, en este punto, juega con nosotros como lectores para desviar la vista hacia otro lado, al espacio justo en el que él ha puesto a sus espectros para ser vistos. Al igual que una trampa visual, su narrativa está encaminada para caer en sus juegos y darnos cuenta de lo fácil que es toparnos con un fantasma.

El fantasma y su memoria

Terminé de leer su primer libro La noche con un extraño sentimiento, algo parecido a la sensación de ansiedad de no saber cómo clasificar lo que acababa de encontrar. No obstante, la posibilidad de conocer más de aquel autor del que apenas conocía sus primeros cuentos fue algo realmente atractivo. Entonces comencé a hojear la parte correspondiente a Una violeta de más. Cuentos fantásticos (1968). En ella encontré el cuento “La banca vacía”, cuyo título, debo admitir, no es el más atractivo del repertorio.

Sin embargo, el inicio del relato es suficiente para querer averiguar qué ha pasado:

“Todos los días, a partir de aquel otro en que fue asesinada, acostumbraba volver a su casa donde se pasaba las horas muertas”.

Con un verdadero inicio kafkiano (tariano), Francisco Tario nos adentra a un cuento en el que la protagonista ya ha sufrido una transformación, no en insecto, si no en un fantasma. La muerte es la única condición conocida en “La banca vacía”, por lo que el narrador la considera como “una nueva vida basa en recuerdos”.

La fantasma protagonista deambula por su casa para aferrarse a la vida, para recordar sus secretos y sensaciones de cada rincón. Es entonces que el autor nos expone su idea de verdadera muerte: sólo el olvido puede acabar con un fantasma. Cuando no quede alguien que la recuerde, dice el narrador, se desvanecerá con la tarde. La memoria como punto central para la creación y destrucción de la vida es una reflexión de un autor que ha alcanzado una madurez con su narrativa.

Encontrarse con Francisco Tario es como ver a un espectro: fue apenas un murmullo en las letras mexicanas, fue un portero en un equipo apenas semiprofesional (Asturias) y fue un autor que apenas comienza a redescubrirse como una maldición para quien lo busca. Por ello, quise maldecir a mi amigo, de quien no tuve más noticias sobre si se atrevió a abrir esa caja maldita de las letras mexicanas.

La vida de Francisco Tario, como su obra, fueron un misterio con una cierta aura de misticismo e incredulidad, lo que, sin duda, mantiene con vida a este fantasma que se niega a irse después de haberlo leído.

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