Citar en formato Simpson

Siempre es un buen momento para admirar la capacidad de algunas personas para citar versos o ideas en cualquier conversación. Ya sea por erudición, perspicacia o simple ingenio, el poder presumir de un amplio repertorio de afirmaciones llenas de sabiduría es algo que, cuando menos, merecería un premio o un concurso para medir la habilidad de los conspicuos involucrados. 

La verdad nunca he tenido el valor de comprobar en qué capítulo, apartado u hoja exacta de tal o cual obra se encuentran las citas que estas admirables personas tuvieron la elegancia de compartirme. Si me citan el elogio de Chesterton por la cerveza les creo; si declaman la estrofa de Gilberto Owen que mañosamente Mario Santiago Papasquiaro se robó años más tarde también les creo. Obviamente no pondré aquí las citas exactas, porque, como es evidente, yo no soy de esas personas.

Puedo considerar a mi memoria como una enciclopedia de ideas banales. Como buen hijo de mi generación, mi cabeza está llena frases famosas de series televisadas, jingles de juguetes y de cientos y cientos de escenas de caricaturas. Comúnmente podría decir que, comparado con la habilidad de las citas literarias, éstas parecerían más enfocadas a la burla, al tono jocoso de una plática, y, aunque hay algo de razón en ello, también podrían sorprendernos los chispazos de ingenio que son inseparables en la comedia. 

Algo así encuentro en algunos diálogos de Los Simpson. Pareciera increíble la cantidad de frases que pueden y se han extraído del programa para la vida diaria. Dice Chesterton que la clave del humor, entendido en su término moderno, es el poder transformador de la simpleza y la incongruencia. A lo que hace bien al recordarnos una de las primeras bromas registradas en la historia de la literatura occidental: Ulises nombrándose como Nadie al encontrarse con el cíclope. 

Así pues, ¿cómo sería posible tender el puente entre el Nadie de Ulises con “a la grande le puse Cuca” de Homero Simpson? Creo que la respuesta estaría en la simpleza que resuelve las escenas: mientras que el cíclope se lamenta por ser derrotado por algo tan común como el sustantivo Nadie (“Nadie me está golpeando”), Homero apacigua a Marge señalando el ingenio para ponerle un nombre chistoso a una mamá zarigüeya que duerme donde debería estar el extintor de un monorriel.

Nada puede “malir sal” al recurrir a la sabiduría Simpson, dirían algunos eruditos en el tema. Sin embargo, citar a Los Simpson pareciera más una cualidad de ingenio cercana al refrán o al dicho popular. Esta carga de sabiduría cotidiana es útil por dos cualidades simples: lo concreto de su lección y lo identificados que podemos llegar a sentirnos al escucharlos. ¿No es precisamente el refrán popular lo que nos hizo preguntarnos en qué nos parecemos a las macetas? He ahí el punto central del humor: el absurdo que deviene en lección, algo que también acerca al chiste y a la cita a su verdadero origen literario.

Pero aunque se busque la amenidad de la plática, el remate que rompa la solemnidad de cualquier tema, no podemos dejar de notar que hoy en día este tipo de recursos divertidos atraviesan una crisis. Basta con preguntarnos cuándo fue la última vez que escuchamos un chiste o la última que escuchamos un refrán. ¿Será acaso la señal de que se acerca el  final del humor o simplemente es un cambio generacional en las maneras en que pensamos la comedia? 

Hoy podríamos terminar una conversación o una jornada laboral con un contundente “¡Vete al demonio, Krabappel!”, pero no con una elecubrada aventura de Pepito. Incluso es más fácil bautizar nuestro ocio repitiendo “Voy al rato, voy al rato, voy al rato” en voz de Homero Simpson y no con un refrán cuyas enunciaciones parecen estar contadas. 

¿Es esta una prueba de que la fugacidad y condensación de nuestros días llegaron también a prescindir de la carga poética en nuestro imaginario cotidiano? La narrativa de las peripecias de Pepito o la métrica y ritmo de los refranes y dichos hoy parecen un recurso anacrónico destinado al olvido. No hay tiempo para las lecciones, poco a poco han sido reemplazadas por el chiste ingenioso, el fugaz intento por terminar un diálogo con un remate para mirar directamente a los ojos de nuestros interlocutores y decir: “¿Qué les pareció eso, barbones piojosos?”

La Iliada y la Odisea (cortesía del Homero griego) fueron obras originalmente concebidas para la tradición oral, al igual que todas las disertaciones de Sócrates. La memoria y la oralidad como gran biblioteca hoy parece un proyecto que sólo pocos son capaces de llevar a cabo y salir bien librados. Entonces, no debería parecernos extraño que dentro de poco debamos recopilar todos los chistes, dichos y refranes mexicanos en un antológico libro para evitar el olvido de esa sabiduría. 

Tal vez las frases Simpson son el nuevo chiste generacional, aunque incluso ellas entrarían a juicio sobre su vigencia. Pero no quiero provocar el aburrimiento de tan amables lectores, sólo quiero evitar pensar en lo que hace distinta la memoria de quienes citan a Goethe de la que apura un final gritando: “¡Ya cómete la maldita naranja!”. 

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