Leer a Montaigne

 

Étienne de La Boétie “entregó su alma a Dios a las tres de la mañana del miércoles diez y ocho de agosto, año mil quinientos sesenta y tres, después de haber vivido treinta y dos años, nueve meses y diez y siete días.” (p. 418, ed. Gonzalo Torné) Con estas palabras termina la carta más lacrimógena que cualquiera haya leído. En ella, Montaigne le escribe a su padre lamentándose por la muerte de su mejor amigo.

La Boétie padeció por varios días una agonía terrible a causa de la peste. Luego de aquel 18 de agosto, Montaigne ya no será el mismo. La amistad perfecta, indivisible, “que produce un calor general y universal” (p. 313, ed. Marie de Gournay)[1] acabará sin más esa madrugada.

Como herencia, el escritor francés recibirá la biblioteca de La Boétie y algunos de sus escritos. Más de una década después, Montaigne publicará La servidumbre voluntaria, un discurso “en honor a la libertad contra los tiranos” (p. 310), compuesto por su gran amigo cuando tenía tan solo dieciocho años, pero que “dista mucho de ser lo mejor de lo que era capaz” (p. 310).

No le bastará un solo homenaje. En 1588, saldrán a la luz veintinueve sonetos de La Boétie y un opúsculo titulado Histórica descripción del país solitario y salvaje de Medoc del que lamentablemente no se conserva ningún ejemplar. La muerte de su querido amigo dejó pendiente una conversación íntima que Montaigne trató de continuar en la esfera pública. Por un lado, como editor de estas obras; y por otro, como escritor del libro que lo canonizará años más tarde, Los ensayos. Como una especie de interlocutor fantasma, La Boétie se hace presente en las páginas de los tres tomos que dieron forma a un nuevo género literario.

De acuerdo con su autor, Los ensayos están destinados a lo “doméstico y privado” (p. 61). Dedicados sólo a “parientes y amigos” (p. 61), pretenden ser un autorretrato “simple, natural y común, sin estudio ni artificio” (p. 61), donde el propio escritor sea la materia de su libro. En él incluye sus imperfecciones “en la medida en que la reverencia pública me lo ha permitido” (p. 61) y asegura que no se ha adornado lo suficiente y por lo tanto no busca “el favor del mundo” (p. 61).

¿Falsa modestia?, ¿fórmulas de cortesía de aquella época?, quizás ambas. Montaigne, de hecho, se dedica de lleno durante las últimas décadas de su vida exclusivamente a la escritura de estos ensayos. No sólo corrige abundantemente como nos lo hace ver Bayod Brau (p. 31) en su estudio introductorio, también compila, según Compagnon (p. 17), alrededor de 1400 citas de autores griegos y latinos. Cuando llega el momento de imprimir los primeros tomos parece no limitarse a unos cuantos ejemplares para amigos y parientes, pues, de acuerdo con Bayud (p. 42), publica muchísimos más.

La escritura de Los ensayos comienza en 1571 cuando Montaigne decide retirarse de la vida pública para leer y escribir en la biblioteca de su castillo. La última versión de sus escritos se publica en 1595, tres años después de su muerte, con la edición que le encarga a su joven amiga y admiradora, Marie de Gournay.

Durante el periodo de su escritura, sin embargo, logra publicar los dos primeros volúmenes entre 1580 y 1581, y el tercero en 1588. Obsesionado continuará corrigiendo y rescribiendo sus ensayos hasta sus últimos días. No descansará de componer esos “grotescos y cuerpos monstruosos, compuestos de miembros diferentes, sin figura determinada, sin otro orden, continuidad y proporción que los fortuitos” (p. 309).

Desde su publicación hasta la fecha, alabamos esos cuerpos monstruosos. ¿Qué tienen de maravillosos Los ensayos? Si lo pensamos un poco incluso se tratan de textos poco amigables. ¿Qué podría haber de divertido en un laborioso compendio de citas con referentes milenarios que dialogan con las experiencias personales de un aristócrata que vivió hace más de cuatro siglos? ¿Cómo aceptar de buena cara ensayos de un párrafo interminable, ausente de las convenciones gramaticales actuales e indiferente a las recomendaciones tan en boga de los manuales de redacción? (¿Pues qué acaso en aquella época no había necesidad de todo ello?) ¿Cómo digerir con gusto verdadero los prejuicios morales, religiosos y sociales de un hombre que decidió abandonar su cuidad en plena peste a pesar de ser su gobernante?

En fin, ¿cómo leer un conjunto de textos que en su traducción resultan tan poco fieles al original, a tal grado de que Antonio Muñoz Molina recomienda aprender francés o cualquier otro idioma antes de aventurarse a las traducciones españolas de Miguel de la Montaña?[2]

Huelga decir que aceptar la caducidad de un texto literario es equivalente a dejar de leer ya no sólo a Montaigne o a cualquier texto de hace más de cincuenta años, sino a dejar de leer a cualquier autor. Sería poco probable encontrarnos siempre con escritores ejemplares en vida y obra. Y sería más absurdo aún utilizar los criterios morales de nuestra época para juzgar las obras literarias.

Incluso, aunque no lo quieran admitir los críticos, parte del goce de la lectura radica en el morbo de acercarse a los vicios, las enfermedades y las crueldades de los escritores. Claro que esto no quiere decir que entre peor sea la persona mejor será la obra. A veces ocurre lo contrario y a veces no. Lo cierto es que no es posible demostrar la validez de una afirmación como esta. Los criterios estéticos de una obra siguen imperando y qué bueno, porque así la exigencia no se sustenta en la política y la moral.

Pero regresemos, ¿por qué leer a Montaigne? Algunos hablan de la compañía y el acercamiento que producen sus palabras, pues al leerlo parece que conversamos con un buen amigo (de nuevo la presencia de La Boétie); otros hablan de la sabiduría que evocan sus reflexiones o de las sentencias morales que nos ayudan a vivir felizmente; muchísimos más aplauden sus ideas liberales tan adelantadas a su época que sirvieron a la ilustración y que en buena medida representan los valores que persigue cualquier individuo que busque conquistar la libertad; algunos más defienden la crítica social, política y religiosa que, si bien sólo se queda en la tinta, busca romper veladamente los paradigmas de una época de guerras, peste y desigualdad; también hay otros que ven en él un ejemplo de vida y lo representan en la lectura de sus textos, recordemos que Montaigne aprendió latín y griego antes que el francés, que despertaba todas las mañanas con música clásica y que adecuó su castillo acorde a sus gustos literarios grabando en varias partes de su torre decenas de citas de autores griegos y latinos; y otros más vemos en el escritor de Los ensayos la posibilidad de confrontar ideas con la misma libertad con la que imaginamos centauros, serpientes y monstruos.

Acercarse a un escritor como Montaigne implica todas estas posibilidades. A final de cuentas el lector decide cómo, cuándo y para qué abrir una página.

[1] Las páginas siguientes pertenecen a esta edición.

[2] Aunque, claro, faltó considerar que de no ser por esas horribles traducciones no tendríamos la división en párrafos ni la cohesión que tanto necesitamos para leer con facilidad cualquier texto. Nos es descabellado lo que apunta Compagnon cuando nos dice que actualmente es más fácil leer a Montaigne en español o en inglés que en francés.

Autor: Missael Contreras

Referencias

Montaigne, Michel de. (2007). Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay. Barcelona: Acantilado.

Montaigne, Michel de. (2015). Diario del viaje a Italia, Correspondencia (ed. y trad. de Gonzalo Torné). México: Random House.

Muñoz Molina, Antonio. (2011). Cinco traducciones de Montaigne en Español (por Pablo el Parisino). España: Antonio Muñoz Molina. Recuperado de http://xn--antoniomuozmolina-nxb.es/2011/09/cinco-traducciones-de-montaigne-en-espanol-por-pablo-el-parisino/

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