Nuevas letras, nuevas voces: Paulo Neo (Argentina)

Encontrarse con un texto de Paulo Neo es leer un fragmento de caos. Él mismo se define como

Un tipejo al que le gusta mucho escribir. Razón por la cual, siempre escribe poco. Lo menos posible, a decir verdad.”

Pero lo cierto es que sus letras se estacionan en lugares comunes para reinventar lo que conocemos del día. Redirecciona, por decirlo de alguna manera, nuestra impresión de los lugares que somos y visitamos. Su mundo literario es “De una pequeñez grandiosa. Similar a una incesante conversación conmigo mismo, donde el que escribe, pregunta y quien contesta es alguien totalmente distinto, alguien que, a pesar de las diferencias, suena siempre igual.

Porque para él, la escritura es un acto “que atenta contra el propio bienestar y la propia estabilidad económica, afectiva, comunitaria y emocional”. Lector de autores como Auster, Quiroga, Bolaño, Cortázar y Vila-Matas: grandes pesimistas y descifradores de lo cotidiano.
A partir de esto, Paulo Neo escribe casi con desazón, con una melancolía dosificada y una absurda desolación. Cuando le preguntan qué significa para él escribir, responde: “Joderse la vida espléndidamente, ni mucho menos”. Aquí un fragmento de su imaginario:

La muerte cercana

Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos donde todo se puede mezclar continuamente.

Italo Calvino

La comodidad es la madre de la pereza. A estas alturas –que se sepa que es sábado, que he bebido demasiado, que la luna se mece entre la cúpula de los edificios y que el sueño me es esquivo– no tengo la seguridad de si la frase es mía o es que la he leído por ahí. Igual no importa demasiado. Lo que sí importa, es que es bastante cierta. Que quede claro: solo los malditos holgazanes y los detestables gandules se ufanan de su comodidad, de su constante holgura. Y eso que a nadie engañan con su postura de evidente suficiencia, de fecunda presunción. Los maldigo, los considero abyectos –que se sepa que escupiré en sus tumbas, que bailaré en sus velatorios y que mearé en sus babosos panfletos–.       

Pues por mi parte, tengo que decir que le temo bastante. Intuyo, sin saber muy bien porqué, que la comodidad genera mansedumbre, o lo que es peor: resignación. Lo que en mi pequeño universo obsesivo representa la peor de las variables, aclaro. Pues significa silencio, cese de escritura, inmovilidad, abatimiento, postración, abandono y, claro, la muerte cercana. Que quizás exagere un poco, no lo niego. Pero eso no cambia las cosas.

La comodidad es pesadumbre, es rutina, es tedio. Y a nadie interesan tales planteamientos. Por eso el cronista se forja en su contrario: la más ligera molestia logra estimularlo, el menor desajuste le espolea el ánimo, le atiza el alma como uno de esos carbones que reciben renovados aires e insuflan el máximo calor que son capaces de dar. Aunque se extingan al instante siguiente, qué más da.

Así las cosas y, en virtud del simple aburrimiento, es que esta mañana decidí meterme en la primera tienda que encontrara. Quiso la casualidad que se tratara de una zapatería. Ni siquiera contesté a la mujer que preguntó si buscaba algo en particular. Fui directamente a un escaparate donde escogí la bota más irritante, la del calce más inaguantable. Pedí un número menos del que suelo usar y me las calcé. Las pagué y me marché, lo más campante. Los zapatos viejos –y cómodos, vale decirlo– fueron a parar al tacho de basura más cercano, que conste.

A las pocas cuadras, me di cuenta que las llagas producidas en los talones eran insoportables, que la punta de los dedos me ardía como pequeños fuegos hediondos, que la parte superior me despellejaba la piel de los empeines sin piedad alguna.

Esto no es nada, me dije. Peor lo de Hemingway, triste lo del partisano Calvino. Y me aflojé los cordones para ver las masas sanguinolentas de carne en las que se habían transformados mis, otrora, hermosos pies. Al volver a introducirlos, noté los espesos charcos de sangre y ajusté un poco más fuerte las ataduras. Llegué al hotel promediando la noche y con el tiempo justo antes del desmayo definitivo. La comodidad es la madre de la pereza, repetí mientras tecleaba estas líneas.

Paulo Neo nació en noviembre de 1980, en Río Gallegos, Santa Cruz. Ha colaborado en diversos medios de Argentina, España, Perú, Venezuela, Colombia, Estados Unidos y México.

En el 2015 publica Microficciones Ilustradas a través de la Editorial Libris, con ilustraciones del artista plástico mendocino Andrés Casciani. Escribe quincenalmente para la revista Apócrifa Art Magazine de México, colabora con el sitio web De Inconscientes de Argentina y la Revista ViceVersa Magazine de New York, Estados Unidos.

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